Desde hace años, tengo un gran amigo en el Archivo Nacional de Cuba, en La Habana. Durante la redacción del tomo II de Historia de las Asambleas de Dios en Cuba me prestó numerosos servicios relacionados con la consulta de materiales históricos antiguos. Aún me ayuda con valiosa información. Una tarde, mientras esperaba que me trajera cierta revista, previendo él que se demoraría me preguntó: “¿Lees a Varona?”. “Por supuesto”, le contesté. “Revisa esto mientras busco”, me dijo, y me entregó un volumen muy antiguo, de 1890, de la Revista cubana, periódico de ciencias, filosofía, literatura y bellas artes. El artículo de Enrique José Varona me cautivó, y tomé nota de un párrafo, donde afirmaba el conocido intelectual cubano:
Cuando leemos escritos ajenos, lo mismo que cuando contemplamos una obra de arte, siempre interpretamos. Entre el espíritu del autor y el nuestro no hay contacto directo, los signos en que encerró su pensamiento son un jeroglífico que tiene más de una clave, y nunca podemos estar del todo ciertos si era la misma la suya y la nuestra. Una ligera desviación puede comunicar al todo un sentido diverso. Nosotros aplicamos nuestra clave; es decir que damos a las palabras —si se trata de escritos— el valor que les comunican nuestras opiniones, nuestras creencias, nuestros gustos y muchas veces hasta nuestras pasiones. ¿Quién nos garantiza de que así las interpretaría su autor? Cotéjense las traducciones modernas de obras antiguas con los textos, y se verá cómo se desfiguran los sentimientos originales por la mera sustitución de algunas palabras. Es que en el fondo nada hay tan impenetrable como un espíritu para otro. Cuando más cerca creemos estar, cuando nos parece que lo tocamos hasta confundirnos, una súbita disparidad se nos revela, que pone entre uno y otro la distancia de un abismo. Cada hombre vive su vida interior. (…). El alma humana es, como decía Leibniz, el espejo del mundo; pero hay tantos espejos como almas, y cada uno contempla solamente el mundo que refleja el suyo (1).
“Wow”, me quedé pensando… Qué necesario es el autor. Sus códigos, motivaciones escondidas, las sombras y las luces de sus metáforas, esconden los significados, en grado tal que, a veces, habrá que preguntarse si hemos entendido el libro, tan alejados como estamos del autor.
Pretender leer la Biblia sin cotejar, a un tiempo, los significados de las palabras e ideas con Su autor es como tratar de entender El Pequeño Príncipe, sin saber primero que Saint-Exupéry era aviador y detrás de la flor que aparece en su historia está la vida de su esposa. Al autor hay que «oírlo» más allá del libro que escribió.
Hace algunos años un importante trabajador de los Archivos del Instituto Cubano de Radio y Televisión me mostraba allí unos comentarios que harían ese día en un programa educativo. Tenían que ver con Umberto Eco, aquel consumado escritor italiano que dio al mundo En nombre de la Rosa. Este, poniéndose del lado de Octavio Paz, que veía el significado de lo que se escribe en el lector y no en el autor, había dicho una vez que, para no estorbar la interpretación del texto por parte del lector, “el autor debería morirse después de haber escrito su obra”. Nunca debió comentar algo así. Debió desear todo lo contrario, que los creadores no murieran nunca, para poder tenerles siempre cerca, en la consulta de las claves de sus obras. Pienso que los escritores y poetas debían ser inmortales. Para nuestro bien el autor de la Biblia lo es. Perdura en el eterno tiempo a nuestro alcance, solo que sufre la misma suerte que aquellos a quienes se les ha deseado no estar para dejar libre el camino de la interpretación de lo que escribieron, a fin de imponer significados e interpretaciones que permitan llamar a lo «blanco negro y a lo negro blanco». Sobre los tales está el «Ay»del profeta: «¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (Is. 5: 20).
Si, matemos al autor; es un estorbo para los que quieren levantarse como intérpretes, no precisamente para respetar luego ese «derecho» en los demás; todo lo contrario: la misma vanidad que erige en intérpretes a los lectores los eleva como tiranos en el pensamiento de las otras personas. Para llegar a esa final y malsana meta es necesario primero desplazar a aquel que es el único dueño de los significados de una obra: el autor.
Persona alguna en este mundo puede atribuirse las prerrogativas del intérprete, en desdoro de aquel de quién emanó la obra, y para los que pretendieron hacerlo con la Biblia, Charles H. Mackintosh, escribió: «El creyente sabe que la ciega incredulidad no puede hacer más que errar, y que en vano pretende escudriñar los caminos de Aquél que es el propio intérprete de sí mismo» (2).
Al leer la Biblia hable con Dios. Él es la verdadera fuente de todos los significados en Su Palabra.
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(1) Enrique José Varona. «Luz y Caballero. A propósito del libro del Sr. Sanguily» Revista cubana, periódico de ciencias, filosofía, literatura y bellas artes. Tomo I, 1890. Archivo Nacional de Historia. La Habana, Cuba.
(2) Charles H. Mackintosh. Éxodo. California: Grant Publishing House. 1929, p. 7.
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