Bancos de información, en eso se han convertido los libros. Basta comparar un texto de cualquier ciencia, escrito en la década de 1930. Se entretejen en sus páginas ilustraciones aleccionadoras de la vida y la historia, las pasiones, discretas, se insinúan; a todas luces, entre renglones, se evidencia en la autoría la mente y el corazón de un humano. Quizá aquellos lejanos enciclopedismos ayudaban. Los antiguos concentraban en un solo volumen lo que modernamente está distribuido entre diferentes asignaturas y libros. No estaba para entonces tan remarcado el límite entre el hombre de ciencias y el de letras. El monje franciscano Bartolomeo el Inglés, en el siglo XIII, a la par que abrazaba su teología y sus muchas letras, escribía De propietatibus rerum, y dedicaba en él secciones a una ponderación equilibrada que iba desde la astronomía, y pasando por la botánica, la biología, la medicina, la química y la metalurgia, se extendía hasta campos tan dispares como la mineralogía y la tecnología (1). Unas ramas del saber se abrazaban con otras y no era posible escribir algo de química sin evocar los elementos de que se hacían los vivos colores de aquellos prístinos cuadros que nos dejó Miguel Ángel.
La influencia de tales formas de escribir llevaría a José Martí, en su ardiente discusión con los positivistas mexicanos, en 1875, a decir: “Yo he aprendido mi espiritualismo en los libros de anatomía comparada…” (2).
A diferencia de todo esto, los textos contemporáneos parecen escritos por máquinas. Fríos hasta el límite de la congelación, carentes de cultura general, verticalizados en los resquicios de una estrechísima rama del saber, llevan por momentos a pensar que no fueron escritos por personas. Hacen sentir que los engranajes de un brazo robótico se han ocupado de tomar información de aquí y de allá, para colocarlos justos en sucesión, en un volumen que no resulta ser sino eso: un gélido banco de información. Previos a un examen de residencia, el Dr. Félix Ronda me decía, después de leer día y noche un clásico moderno de Medicina Interna: “No siento que soy una persona”. Tuve que confesarle: “Pensé que solo me pasaba a mí…”.
Quizá a este mal ha ayudado con creces el vértigo de la especialización, que tiene un peligro al que se refería ya, con no poca ironía, Bernard Shaw, cuando escribía: “Los especialistas son hombres que cada día saben más y más sobre cada vez menos y menos y acaban por saberlo todo sobre casi nada” (3).
Pero esta mirada de “orejera de caballo”, propia del escritor moderno, no es un hecho aislado que afecte restrictivamente a publicaciones científicas, lejos de eso, es un fenómeno cultural que se extendió ya a todas las ramas del saber, aun a la literatura, reina de la redacción y la poesía. Llevaría a José Ortega y Gasset a decir que muchos escritores practicaban la corrección gramatical, pero muy pocos cultivaban la sensibilidad al escribir (4).
Es pena mayor la de tener que confesar que mucha de la literatura teológica carece de inspiración; aun padecían tal cosa los devocionales que llegaban de la culta Europa a mi pobre Cuba. Lo digo con dolor. Al leer lo mismo las unas que los otras, se advertían pronto todas las trazas de una publicación apurada; devenían en fruto de algo que apenas se revisó, a las que mucho menos se les dedicó tiempo en cuanto a llenarlas de esos ingredientes y elementos que hacen la lectura atractiva e impactante, memorable y dulce.
Nunca seguí el consejo de Jorge Luis Borges: “Si un libro aburre, déjelo”. Luché siempre contra el tedio que muchas publicaciones me infundían, culpándome a mí. Tal vez el viejo escritor argentino tenía razón; hace dos meses intenté leer una Teología sistemática, de cierto escritor norteamericano; luché todo lo que pude. Al final, tuve que dejarlo. Hace treinta años lo habría hecho con hondo sentimiento de culpa; hoy sé que no es mía, sino del escritor. Son muchos los que trabajan frente al teclado ante un encargo de publicación. Llenan de datos, sin vida alguna, el inmenso paginario y lo lanzan entonces, a fin de cumplir un compromiso que contrajeron con el editor, olvidando que el compromiso mayor es con el lector.
Para muchos, el alemán Martin Heidegger, fue el mayor filósofo del siglo XX. Él escribió: “Quién anhele pensar con grandeza deberá vagar por grandes espacios” (5). En lo que depende de leer, el espacio a vagar se ha hecho cada vez mayor… ¡Cuánto hay que leer para encontrar, al fin, algo que valga la pena recordar, que haga de nosotros personas mejores!
Víctor Hugo tenía sesenta años cuando publicó Los miserables, obra cumbre del romanticismo galo. Concluida la compilación de datos y la trama, el gran escritor francés dedicó siete meses, entre mayo y diciembre de 1860, a lo que él llamó: «penetrar de meditación y de luz la obra entera» (6). Aquel inmenso esfuerzo final, el más importante, fue el camino que llevó a que todos los que lo leen, desde los hermanos Lumière hasta Mario Vargas Llosa, terminen por confesar que, después de hacerlo, ya no fueron las mismas personas.
Aprendamos de aquel gigante de las letras de todos los tiempos, porque dos males acosan al escritor moderno; son la pobreza cultural y la renuencia al duro esfuerzo que lleva, con mucho, a dejar un trazo indeleble no en la mente, sino en el corazón del lector.
Los que dedican tiempo a leer merecen mejores publicaciones, pero tal vez el asunto no es en qué se han convertido los libros, sino en qué se han convertido los escritores.
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(1) Ana B. Martín Rojo y Joaquín Pérez Pariente. An. Quim. 2009, 105(2), 130−141. Accesible en: https://www.researchgate.net/publication/47548311_La_historia_de_la_quimica_a_traves_de_los_libros_conservados_en_bibliotecas_espanolas
(2) José Martí. Publicado en Revista Universal, México, 8 de abril de 1875. “José Martí, Discursos y fragmentos de Discursos, 1875-1892”, Obras Completas, t. 28, pp. 323- 329.
(3) Roberto Álvarez Síntes. Medicina General Integral. La Habana: Editorial Pueblo y Educación. Tomo I, 1987, p. 28.
(4) Ángel Alonso-Cortés. “Usos y abusos de la lengua española”. Diccionario panhispánico de dudas. Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española Santillana, Madrid, 848 pp. 29, 90. Ver en: https://www.revistadelibros.com/articulos/el-uso-correcto-del-espanol Accedido: 21 de enero de 2021, 9: 22 p. m.
(5) André Bourgeot. “Una autonomía inquietante”. Revista Correo de la Unesco. Nov. 1994, p. 11. Puede accederse en: https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000098363_spa
(6) Comentarios editoriales a: Víctor Hugo. Los miserables. La Habana: Editorial de Arte y Literatura, 1975. Tomo I, p. 9.
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