Se llamaba Balaam y estaba decidiendo un asunto con completa desaprobación de Dios. Él lo sabía; aun así, iba dónde Balac, rey de Moab. El premio por maldecir a Israel era una jugosa cifra; engrosaría su cuenta bancaria, y él sabía que Dios se lo prohibía. Era demasiado honroso entonces que el Espíritu de Dios le hablara; de hecho, no lo hace. El ángel está cerca, pero tampoco le habla; sería demasiado noble; no es digno de oírlo. Entonces habla el burro sobre el que va. A ese oye. El burro fue el profeta enviado al profeta. La voz reveladora se colocó en una fuente que estuviera a la altura de la terquedad y necia obstinación de Balaam (Nm. 22). No era digno de oír otra voz.
No oyó al Espíritu de Dios. No oyó al ángel. Oyó al burro.
Conozco a algunos que andan por el mismo camino, solo oyendo burros…
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