Me desperté sin sueño a las 4:00 a. m. Medí la temperatura: menos 18 grados Celsius, con sensación térmica de menos 21. Un aire helado y cortante se abría paso al interior de la casa por una pequeña hendidura, apenas visible, en la ventana exterior. La sellé, y esperé el avance del día para evaluar la hermeticidad restante del inmueble. Terminé trabajando toda la tarde, y ya entrada la noche, al salir al patio exterior, blanqueado por una bellísima sábana de nieve, me llamó la atención la pequeña lámpara del jardín. Casi ahogada por treinta centímetros de nieve, resistiendo solitaria el frio y la noche, alumbraba con todo entusiasmo. Me mereció una fotografía, y el recuerdo de las palabras del Señor Jesús: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5: 16).
La peor tormenta de nieve que haya caído sobre Texas en muchos años de historia, no pudo apagar aquella pequeña luz. Así ha caminado la iglesia de Jesucristo en toda la historia: persecuciones romanas, herejías divisivas, liberalismos retrógrados, doctrinas pseudocientíficas, oscuros totalitarismos, tempestades desde afuera, tornados desde dentro, nada la pudo apagar; brilla hasta hoy. Todo comenzó en el más minúsculo reducto de Tierra Santa, con un desconocido nazareno que fue crucificado entre ladrones. Hoy Su Obra llena la tierra.
Ni pandemias ni tormentas, ni miserias ni riquezas, ni la creciente crisis de fe o el más álgido desamor, nada la hará fenecer: “…las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt. 16: 18).
Nada podrá apagar la luz que un día encendió el Señor Jesús. Él dice hoy, como dijo ayer: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8: 12b).
Ven y arrímate a esa luz, la única que nunca podrán apagar.
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