“...Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8c).
Jesús es arrestado a la medianoche del jueves en el Huerto de Getsemaní. Guiados por Judas Iscariote “…una compañía de soldados, y alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos, fue allí con linternas y antorchas, y con armas” (Jn. 18:3). Aquel grupo numeroso fue visible para el Señor desde que salió por la Puerta Oriental de la ciudad y mientras se acercaba, a lo largo del Camino de Cedrón. Jesús no los evadió, como otras veces. La confusión dispersa a los discípulos. Jesús es conducido a la casa de Anás, suegro de Caifás, Sumo Sacerdote de Israel (Jn. 18:13); tras interrogarle Anás, le envía atado a Caifás (v. 24). Es condenado. Al amanecer del viernes ratifican la sentencia, y le conducen al pretorio romano. Poncio Pilato, procurador romano de Judea, asume el destino legal en curso; como reo galileo le envía a Herodes Antipas; de Herodes Antipas regresa a Pilato (Lc. 23:7-11); este último intenta librarle, previo castigo, pero aquel esfuerzo se ahoga por los pedidos de muerte que llegan desde la multitud enardecida, a cuya cabeza se colocó el Sumo Sacerdote de Israel. El cargo de blasfemia, que intentaron usar los judíos, no es funcional ante Pilatos; lo cambian por el de sedición. Tampoco lo convencen, “porque sabía que por envidia le habían entregado” (Mt. 27: 18). Pilato maniobra entonces buscando un canje por Barrabás; tampoco lo consigue. Presionado por el caos en ciernes y bajo el estruendo de una multitud que grita desaforada: “¡Crucifícale!” Pilato cede (Jn. 19:16), y en lo que fue el acto de prevaricación más grande de toda la historia, ratifica la sentencia judía. Cristo fue condenado por los sistemas judiciales judío y romano, aquellos sobre los que descansa toda la jurisdicción moderna. Aquel patíbulo de sufrimiento inenarrable que fue la cruz se levantó en el Monte de la Calavera, fuera de la ciudad. A las 9:00 AM del viernes Jesús es crucificado (Mr. 15:25). Sobre Él vendrá todo el pecado del mundo (I Co. 15: 3b).
Mucho discuten los teólogos acerca del valor expiatorio de la vida de Cristo (al margen de su muerte), aquel nacimiento, y su andar en obediencia perfecta. Por años, al enseñar la asignatura «Desafíos teológicos» en la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios de América Latina, he chocado de bruces con la teología lundense que, entre otras muchas cosas, aboga en favor del reconocimiento del valor expiatorio de la vida toda de Cristo. Teólogos de alto vuelo como Wayne Grudem defienden ese enfoque (1), comentado también por R. Sproul como un criterio teológico de extensión creciente aceptado por muchos desde Juan Calvino hasta hoy (2), (3). Ellos entienden que debe verse un valor salvífico en los sufrimientos de la vida de Cristo. No deja de ser grandiosa la idea, pero después de pensar por años en el tema, creo que la vida de santidad de Cristo, lo que los teólogos llaman «obediencia activa», aseguraba el carácter perfecto de Su ofrenda, como la un «cordero sin mancha» (I Pe. 1:19; Lv. 6:6). Sus sufrimientos en vida no tuvieron valor salvífico. Me abrazo a Charles Ryrie cuando escribe: “Fue durante las tres horas de oscuridad, cuando Dios puso sobre Cristo los pecados del mundo, que la expiación se realizó” (4).
Fue en aquel momento, entre las 12:00 M y las 3:00 PM, cuando el sol se oscureció, el cielo se cubrió de pesadas tinieblas, y el velo del Gran Templo de Jerusalén se rasgó en dos de arriba abajo (Lc. 23:45), que vinieron sobre Cristo todas tus desvergüenzas y las mías. A Aquel que colgaba del madero, sobre el Gólgota, le fueron imputados entonces los más pérfidos latrocinios, y las más siniestras mentiras; fue entonces que se descargó sobre Jesús el golpe infinito de la ira de Dios por todos los odios, perversiones, racismos, xenofobias, misoginias, rapiñas, extorsiones, blasfemias, violencias todas. Cada instante de depravación humana fue colocado allí. Él respondió por todos los crímenes; se le demandó por la vida de cada niño asesinado. Le fue reclamada la culpa de todos los genocidios: Armenia, Ruanda, Auschwitz-Birkenau… “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Is. 53: 5-7).
Aquel viernes fue el día más contradicho de la historia: murió el Autor de la vida (Hch. 3:15); fue declarado culpable el mayor inocente (He. 7:26); «se lanzó la piedra» al único que tenía autoridad para hacerlo (Jn. 8:7); pereció consumido por sed abrasiva Aquel que es el agua de vida (Jn. 4:14); los golpes desfiguraron el rostro del «más hermoso de los hijos de los hombres» (Sal. 45:2). En Él odiaron al más sereno amor, y entristecieron al sublime gozo del cielo. Desconocieron la presencia del omnipresente, e hicieron inconsulto al que todo lo sabe. Aquel infausto día el mundo maldijo a Aquel que es la fuente de toda bendición. Finalmente, el Hijo de Dios llamó a Dios, y Dios no le contestó…
El 9 de agosto de 1841, a las 8:10 PM, el barco de vapor Erie se encendió cerca de la bahía de Buffalo (5), (6). El cargamento de brea que traía hizo imposible el trabajo de extinción. Pronto advirtieron que carecían de suficientes condiciones de salvamento. Era necesario acercarse urgentemente a la costa, para lo cual era necesario el correr de algunos penosos minutos. Todo dependía de eso. El capitán T. J. Titus, a duras penas, pudo acercarse a la cabina del timonel y con una voz que se ahogaba entre el crujido de las tablas consumidas por el fuego, y los gritos de la multitud, alcanzó a hacerse oír: “John, ¿puedes resistir, aunque sea cinco minutos?” “Con la ayuda de Dios, creo que podré”, fue la respuesta del joven timonel.
Pese a tener solo veintitrés años, John Maynard conoce como nadie los escollos naturales y los bancos de arena de aquel difícil litoral. Si hay alguien que puede acercar el pesado barco a una distancia apropiada para el urgente socorro es él; pero ya el fuego se cierne con saña sobre la cabina.
A una velocidad meteórica progresa el siniestro. Los pasajeros y la tripulación se han trasladado en dirección contraria a la cabina, buscando un minúsculo reducto donde parece que demorarán las llamas en llegar.
Pesadamente, en desesperada carrera, se mueve la encendida embarcación. Parecen horas aquellos cortos minutos. A lo lejos, desde la costa, que comienza a divisarse, los hombres del pueblo ven el barco como una antorcha encendida. Se movilizan todos los medios de salvamento; por doquier corren voces de sofocada alarma; órdenes como centellas cruzan los aires.
Finalmente, el navío, burlando todos los desafíos de la hostil geografía, ha sido puesto por las manos del hábil timonel a distancia de salvación. “¡Rápido, bajando los niños!”. Se oyen órdenes precisas y claras de voces autoritarias; “¡ahora las mujeres...!” Saltan por la borda los hombres y finalmente la tripulación. Se hace un rápido pase de revista. “¿Falta alguien? El anciano capitán, viejo lobo de mar, no necesita listas. “¿¡Dónde está John!?... ¿John Maynard…?, ¿el timonel…?
Todos a una reaccionan. El timonel ha quedado atrapado por el fuego en la cabina. Con ira y resolución el alcalde estalla: “¡Toda el agua de la ciudad para sacar a ese hombre!”
Con terco heroísmo sus compañeros una y otra vez están luchando por llegar a la cabina. Ya casi la alcanzan; derriban de un hachazo la puerta y al fin logran verlo. Está caído sobre el timón. No se mueve. Le llaman. No contesta... Su cuerpo calcinado cae pesadamente en manos de sus compañeros.
Está muerto.
A los ojos del pueblo sacan en hombros a aquel que les salvó la vida, y con tierno cuidado lo colocan en la orilla.
Silencio.
Nunca fue más grande un silencio.
Sobre su tumba se erigió una gran cruz de mármol que puede verse todavía, donde quedaron inscritas, con letras de oro, estas palabras: «Él murió por nosotros» (7).
Tu vida es un barco encendido, enrumbado con destino incierto en los mares de la existencia. ¡¿Cómo llegar a puerto de salvación?! ¡¿Cómo sortear los escollos de las tinieblas, las trampas diabólicas, los ardides satánicos?!
Jesús tomó el timón en sus manos. Las colosales fuerzas del mal se apelotonaron contra ti. La ventisca infernal, con cruel saña, se te encimó. Todo parecía perdido, pero Él asumió el control de tu barca.
Un día te verás en el cielo. Dirás desde lo profundo de tu alma: “¡Llegué a puerto seguro, alcancé salvación! A tu derredor verás ángeles; te rodeará gente que partió antes que tú, y un florido espectáculo de belleza te abrazará, cuando de pronto…, allí estará. Verás sus ojos como llamas de fuego, sus pies como bronce bruñido, oirás su voz, como estruendo de muchas aguas, y envuelto en aquella escena de majestad triunfante tropezarán tus ojos de pronto con sus manos…; están horadadas todavía. Recordarás su costado herido, su espalda flagelada, su frente lastimada...
Silencio.
Para que llegaras allí, Él tuvo que morir...
Las llamas del infierno abrazaban la barca en que flotaba tu existencia, y Él la llevó a puerto seguro, pero para hacerlo... tuvo que morir.
Él murió por nosotros.
__________
(1) Wayne Grudem. Teología sistemática. Miami, Florida: Editorial Vida, pp. 595-598.
(2) Recomendamos la lectura de: R. C. Sproul. Todos somos teólogos. Una introducción a la Teología Sistemática. El Paso, Texas: Mundo Hispano, 2015.
(3) James Oliver Buswell. Cristo, su persona y su obra. Miami: Editorial UNILIT, pp. 141, 142.
(4) Charles Ryrie. Teología Básica. Miami: Editorial UNILIT, p. 321.
(5) Wikipedia. Artículo: “Luther Fuller”. https://en.wikipedia.org/wiki/Luther_Fuller Accedido: 25 de junio de 2019, 11:59 PM.
(6) Misión sin Fronteras. La Buena Semilla. Perroy, Suiza: Misión sin fronteras, 28 de febrero de 1997.
(7) Octavio Ríos. Gratitud. Middletown, DE: Independent Publishers, 2019, pp. 33-36.
Gracias pastor Octavio por compartir este bello sermón, y la hermosa manera en que lo ha expuesto. Dios lo bendiga siempre y a su ministerio
ResponderEliminarUn abrazo hno Ernesto. Cristo murió por ti.
Eliminar