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domingo, 12 de abril de 2020

SEMANA SANTA. Domingo de resurrección. ¡Resucitó!

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Jn. 14: 2).

No rompía todavía el alba cuando toda la creación tembló sobrecogida. A aquella aurora cuajada de arreboles se anticipó el ángel de la resurrección. Cyrus Scofield pone en armonía las narraciones que nos llegan desde las perspectivas de los cuatro evangelios. Sería así: muy de mañana, el primer día de la semana, las mujeres fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús (Mr. 16: 2, 3). Resaltan en la narración bíblica los nombres de María Magdalena, María (madre de Jacobo, Mr. 16:1; Lc. 24:10) y Salomé. Ellas fueron seguidas por otras mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea (Lc. 23:55; 24:1). Las tres mujeres mencionadas hallaron la pesada piedra que sellaba la tumba, movida ya por el ángel. María Magdalena, ante el inusitado hallazgo regresa apresuradamente a la búsqueda de Pedro y Juan. Estos corren en dirección al sepulcro (Jn. 20: 2-4). En este intervalo, María, madre de Jacobo, Salomé y las otras mujeres entran a la tumba, donde tienen la experiencia con los dos ángeles que les anuncian la resurrección. Con temor y gozo corren desde allí para avisar a los discípulos (Mt. 28: 8). Pedro y Juan llegan al sepulcro; comprueban la tumba vacía (Jn. 20:4- 10). Relata Juan que, al entrar al sepulcro, “…vio, y creyó” (Jn. 20:8). María Magdalena regresa al huerto y al sepulcro; allí llora hasta el minuto en que Jesús se le aparece (Jn. 20: 11- 18). Mientras las otras mujeres iban camino, rumbo al encuentro con los discípulos, Jesús salió al encuentro de ellas también (1).
Es notable que cada uno necesitó, y tuvo, su propia experiencia de la resurrección: Pedro, Juan, María Magdalena, el resto de las mujeres. Aunque hay una voz de alerta de unos para con los otros, todos necesitarán su propia experiencia. Debe entenderse, por este mismo camino, que cada persona necesita un encuentro personal con el Señor. La Iglesia es altavoz, mensajera, ministradora y canalizadora de Su Obra, pero a la postre las personas solo se convierten tras un encuentro con el Cristo resucitado en la persona del Espíritu.
El resto de las escenas son altamente sugerentes: “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: ‘Paz a vosotros’. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor” (Jn. 20: 19, 20). “Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Le dijeron, pues, los otros discípulos: ‘Al Señor hemos visto’. Él les dijo: ‘Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré’” (vv. 24, 25). El heroico Tomás que, con épico arrojo, invitara a los demás discípulos a morir con el Señor (Jn. 11: 16), no cree posible aquella historia. Necesitará su propia experiencia, que le llegará con un reproche: “Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: ‘Paz a vosotros’. Luego dijo a Tomás: ‘Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente’. Entonces Tomás respondió y le dijo: ‘¡Señor mío, y Dios mío!’ (vv. 26-28). Entonces el Señor, pensando en ti, le dijo: “…Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (v. 29).
Tierra que tiembla frenéticamente, ángeles como relámpagos, mole de piedra removida, mensajeros celestiales con decretos inauditos que anuncian la resurrección, el testimonio de las mujeres que aseguran vieron a Jesús, los discípulos que le ven, la voz que corre…; todo eso es maravilloso, pero cada uno necesitará su propia experiencia. Hablo por extensión de los hombres de Emaús; así se llamaba la aldea a dónde iban; se encontraba a sesenta estadios (unos doce kilómetros) de Jerusalén. Jesús se les acercó en el camino, pero ellos no lo reconocieron, y ante la evidente tristeza de sus corazones Jesús les abrió la Palabra. Parece que abrir la Palabra es una buena opción frente a la tristeza: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc. 24:27). “Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras” (v. 45).
El Señor Jesús abra hoy Su Palabra hasta hacerla comprensible para ti, como lo hizo para ellos. Quiera hacerte entender el valor de Su vida, el valor de Su muerte, el poder de Su resurrección, el peso incomparable de cada promesa, el significado de cada instrucción, narración o poesía que allí está escrita. Lo haga para ti como lo hizo para ellos.
En el punto culminante de esta hermosa historia llegan a la aldea, y habiendo declinado el día, advirtiendo aquellos hombres que Jesús se iba, le piden que se quede con ellos (vv. 28, 29). Así fue. Parece que, si usted le pide a Jesús que se quede, Él se quedará. “Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista”.
Jesús los llevó a un punto en que la revelación se les hizo tan clara como el cielo de la mañana. Para eso tuvo que caminar  con ellos doce kilómetros. Larga la distancia que a veces Dios tiene que andar con nosotros antes de que le descubramos. En algunos significó la vida entera. ¿No lo cree? ¿Le dice algo el ladrón que murió a la derecha del Señor? 
La Palabra de Dios precedió a aquella experiencia de los hombres de Emaús. “Y se decían el uno al otro: ‘¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?’” A la experiencia con Cristo, mientras partía el pan, siguió entonces el testimonio: “Y levantándose en la misma hora, volvieron a Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos, que decían: ‘Ha resucitado el Señor verdaderamente’…” (vv. 32-34). Note la secuencia: Palabra de Dios, experiencia, testimonio.
Pablo era un hombre lleno de la Palabra. Había sido educado a los pies de Gamaliel (Hch. 22:3), el más célebre rabino judío de su tiempo. Aquello preparó el camino para una experiencia; la tuvo con ese Cristo resucitado mientras iba, con propósitos nada nobles, rumbo a Damasco (Hch. 22: 6-10). Bajo los efectos de aquel encuentro, este Pablo, en un formidable testimonio, “…con potencia de señales y prodigios, en el poder del Espíritu de Dios (…) desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico…” (Ro. 15:19), todo lo llenó del evangelio.
Hoy día millones de personas de todas las trascendencias, campesinos, intelectuales, hombres, mujeres, ancianos, niños, sensibles a la Palabra de Dios, han abierto sus corazones a un encuentro con el Señor Jesucristo. Creció por siglos el ejército de los que caminan por el mundo llevando el evangelio de Cristo resucitado. Ya alcanzan los límites del fin, como condición premonitoria para la venida del Señor: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mt. 24:14). 

Por indicación directa del Señor, los artículos de Semana Santa, escritos hasta aquí, fueron enviados por todo el mundo. En condiciones tan difíciles como las que vivimos en este instante, ha sido un honor que nos permitieses entrar a tu hogar. Amigos queridos, y personas desconocidas de todas partes leyeron cuidadosamente cada publicación. Muchos escribieron acerca de su fe y experiencia con el Señor. Otros muchos no creen todavía; aun así expresaron respeto. Al tiempo que escribo estas palabras, oro por ti y por ellos; pido al Señor Jesús que, en el poder de Su resurrección, les permita tener una experiencia con Él, que les enrumbe en el camino del testimonio, porque no hay otro medio para escapar de la ira venidera. Ir a Dios por Jesucristo no es una entre otras posibles elecciones: Él es la única opción. El resto de los caminos conducen al infierno. Solo se llega a Dios a través de su Hijo. Su muerte abrió para ti el camino de la reconciliación con el Padre. Él afirmó: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6).
El tiempo se acaba; el fin está cerca. Cristo viene pronto. El Rapto de la Iglesia es inminente; puede ser hoy. No pierdas la oportunidad de irte con Él. La tierra pasará por los peores momentos de su historia en la Gran Tribulación, y el cielo es un lugar hermoso, a donde irán los que creyeron en el valor de esa Sangre derramada. Él resucitó, y va delante; fue a preparar espacio para ti: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Jn. 14: 2).
Encuéntrame en el cielo. Allí te espero.



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(1) Cyrus Scofield. Notas para su Biblia de EstudioNashville, Tennessee: Holman Bible Publishers. 2001, p. 888.




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