Aquella plomiza tarde de otoño dejé correr en mi laptop escenas fílmicas de La Habana tomadas por una cámara curiosa hace noventa años. Sentado al pie de un árbol deshojado vi al pueblo bullicioso andando por sus calles de aceras estrechas hace casi un siglo; los mismos puertos, las mismas fortalezas, los mismos monumentos, teatros, iglesias y palacios...
Desde la lejanía del destierro que me impusieron terminé pensando: «Dios mío…, qué poco ha cambiado. Es una ciudad congelada en el tiempo. Produce una extraña mezcla de nostalgia y pena. Por los parterres de ese vetusto Capitolio correteaba de niño, hace medio siglo...».
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