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jueves, 3 de junio de 2021

Cuando se siente más el frío

En algún momento los estudiosos del tiempo advirtieron que la experiencia de frio podía ser mayor que la registrada por los equipos de medición. A esa estimación diferenciada le llamaron sensación térmica. Tardíamente llegaron a tal descubrimiento. Los poetas lo sabían ya. Fueron ellos los que nos ayudaron a entender que:

 

La familia y los amigos tienen calores propios que no los suplantan las más efectivas estufas. Cuando ya partieron los padres, cuando están lejos los hijos, y se está a solas con el recuerdo, no lo dude, se siente más el frio.

Recordar que hubo cosas que, por más que las deseaste, no las pudiste tener; fracasar tras luchar; no haber podido dar a los tuyos un mejor nivel de vida; todo eso aboca el alma a las más penosas hipotermias. Los corazones decepcionados sienten mucho el frío.

La traición es un Ártico desértico. Nada es más pérfido que ese cálculo alevoso que hacen los más cercanos, los que reptaron desde las sombras, hasta llegar a la posición del amigo donde pudieron asestar con mayor eficacia el golpe. Llevaron y trajeron. Sin la más mínima dosis de respeto propio corrieron donde el otro, a contar lo que oyeron… Nadie tiene una culpa mayor. Así dijo Jesús a Pilato: «el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene» (Jn. 19: 11c). Sus discípulos le oyeron decir: «A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido» (Mt. 26: 24). La traición es un cuchillo de hielo. Cuando nos apuñalan con él, más que dolor, se siente frío, un frio inmensurable.

Nada más gélido que la muerte. En lo experiencial no hay frío mayor. En la primera madrugada de diciembre en aquel lejano 1988, fui llamado a la sala Clínica Altos, del Hospital «Calixto García»; era un crudo invierno y había fallecido una paciente; debía expedir el certificado de defunción. Me dirigí entre silencios al alejado cubículo donde estaba la cama. Al llegar vi que se trataba de una anciana. Estaba sola. No tuvo familiares cerca que cerraran sus ojos al postrer suspiro. Las ropas y sábanas estaban deshechas en harapos. Era la muerte, en extraño conjuro con la soledad y la pobreza. Sentí frío. Al pie de la cama oré con la compasión que pude. No puedo recordar qué le dije al Señor. En mi remembranza solo están Dios, la anciana y aquel frío…, aquel frío que no puedo olvidar.

 

Tienen razón los que estudian el tiempo. No importa lo que anuncien los mejores instrumentos, a veces se siente más el frío. 

  



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