Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos (Sal. 119: 89).
El 5 de mayo de 2016, revisé una monografía, como profesor principal de una asignatura relacionada con un módulo de teología práctica, a nivel de Maestría. Aquel documento cumplía todas las formalidades académicas. Mientras leía con atención me resultaba curioso ver que no tenía errores de redacción. La sintaxis era perfecta y la ortografía, impecable. Sus tres capítulos se desarrollaban a lo largo de treinta y una páginas. Cincuenta y ocho notas al pie daban cuenta acerca de la extensión y el cuidado de la investigación, y todo se completaba al final con dieciocho fuentes bibliográficas, bien integradas.
Todo era perfecto. Me parecía un trabajo ejemplar. Escribí en el margen superior derecho de la portada: «100 puntos», firmé y me dispuse a hacer otra cosa, cuando, de pronto…, se apagó el Espíritu.
Alarmado, me pregunté: “¿¡Qué hice!?”. Solo atinaba a entender que hacía cinco minutos todo estaba muy bien y, de pronto, todo estaba profundamente mal. Algo había pasado. “Señor —le dije— qué mal me siento. Es como si me fuera a morir”. Un susurro profundo se abrió paso dentro de mi espíritu, y me indicó: “Regresa al documento…”. Eso hice. Muy preocupado, me senté, abrí aquel PDF de nuevo y empecé a releer… A los pocos minutos lo pude advertir: penosamente, aquella monografía no tenía un solo texto bíblico. Necesité estar muy ciego para pasarlo por alto en la primera revisión. Avergonzado, declaré suspensa una monografía a la que, cinco minutos antes, había dado cien puntos.
No somos psicólogos, o sociólogos. Somos expositores y estudiosos de la Palabra de Dios. Él la cela, y si nosotros no le damos la importancia que tiene, Él se ocupará de que se la demos. Su altavoz se hará oír, y más vale que lo atendamos: “el es Dios vivo y Rey eterno; a su ira tiembla la tierra, y las naciones no pueden sufrir su indignación” (Jer. 10: 10b); “pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Is. 66: 2b).
Reviso con mucha compasión cada documento enviado por los estudiantes. Entiendo que, no todos, tuvieron en la vida las mismas oportunidades de prepararse. Algunos trabajan en el campo desde que rompe el alba. Hago lo imposible para aprobarlos y extenderles con amor las mejores notas posibles, pero he llegado a entender que la presencia y el santo escrutinio de la Palabra en un documento teológico y bíblico, es un asunto innegociable. Tanto es así que, a aquel estudiante, no lo suspendí yo, lo suspendió el Espíritu.
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