Expiación y propiciación son dos términos que los predicadores utilizan como sinónimos. Es verdad que tienen implicaciones conceptuales cercanas, pero los teólogos insisten en que no significan exactamente lo mismo. Tienen que ver con dos efectos muy distintos de la muerte de Cristo.
La palabra expiación tiene una dimensión horizontal, y significa remoción de culpa; lleva implícita la idea de tomar la culpa y echarla fuera, hacerla desaparecer. El prefijo “ex” tan usado en español y en inglés, tiene un “fuera de” como significado. La expiación está bien ilustrada en el macho cabrío de Levítico 16: 7, 8, 10, conocido extrabíblicamente como chivo expiatorio. A los diez días del séptimo mes, en el solemne día de la expiación, el Yom Kippur, en aflicción de alma y reposo nacional (Lv. 16:29), dos machos cabríos eran presentados por Aarón delante del Señor, uno era sacrificado y al otro le era transferido el pecado del pueblo, tras lo cual era enviado al desierto de donde no regresaba nunca más. “…y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto (Lv. 16: 21, 22).
En aquel animal que se perdía para siempre en las arenas del desierto, se alejaba el pecado... El salmista describió este acto de expiación cuando dijo: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Sal. 103:12) (1).
Cristo tomó sobre sí el pecado de la humanidad y lo alejó para siempre. Pedro se refirió a esto cuando dijo: “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero…” (I Pe. 2:24). Ese es el sentido conceptual de la expiación.
A diferencia de la expiación, la propiciación es un concepto que lleva implícito una dimensión vertical, y tiene que ver con el apaciguar la inmensa ira de Dios y satisfacer su demanda de justicia. Jesús es aquel “…a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia…” (Ro. 3: 25a).
De modo que la expiación aleja de nosotros el pecado (dimensión horizontal), mientras que la propiciación aplaca la ira de Dios (dimensión vertical). La obra sustitutiva de Cristo abarcó, en su totalidad, las dos dimensiones.
Mucho predicamos acerca de la cruz, y al hacerlo pensamos con pena en el peso de nuestra culpa puesta sobre Cristo allí. Todo buen predicador una y otra vez le ha dicho a la grey que somos libres por el valor de la sangre que allí se derramó. Es una gran verdad y tiene que ver con la expiación. Solemos, sin embargo, pasar de largo, o desarrollar poco, la segunda dimensión de aquella obra, la que tiene que ver con la propiciación: Cristo aplacando con su muerte la ira del Padre.
Por más que el hombre la quiere desconocer, la ira de Dios es grande. Se enciende a límites ignotos frente al pecado. Por una vez casi rae toda la vida de la faz de la tierra (Gn. 7), con aquel aleccionador diluvio del que tienen memoria aun las civilizaciones no bíblicas. Ciudades consumidas por fuego y azufre, pueblos enteros borrados hasta de la historia, hambres, pestilencias, servidumbres, guerras, sismos… El muestrario de la ira de Dios como consecuencia del pecado es inmenso, y se desarrolla en Deuteronomio 28: 15-68. Asusta leer lo que aparece allí, porque “¡horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (He. 10:31.)
Debe decirse que, el poco temor a Dios de los tiempos modernos está en extraño contraste con la intensa experiencia vivida con la ira de Dios por parte de la humanidad a lo largo de los siglos. Si alguien debía temer a Dios es el hombre de hoy, que conoció guerras mundiales, pandemias calamitosas, genocidios fratricidas, racismos cruentos, hambrunas tristes, sequías devastadoras. Lejos de eso, nunca se escucharon blasfemias más espantosas, maldiciones tan oscuras, conjuros tan satánicos, ni expresiones de ausencias de temor a Dios tan grandes como las que han tenido lugar en los tiempos modernos, con el gravamen de su expansión meteórica a través de la internet.
No espere, frente a la ausencia total de temor a Dios, otra cosa que Su ira, espantosa y temible. Mire el panorama mundial contemporáneo. En escasos tres meses, 45.371 muertos; 905.277 enfermos (2), pronto serán un millón; respiradores de asistencia ventilatoria insuficientes; bolsas de valores cayendo estrepitosamente; tres millones de desempleados en inacabables filas, pidiendo subsidios al gobierno de los Estados Unidos; miles de neoyorquinos huyendo en pavorosa estampida a la Florida, el ejército desplegado en las carreteras, tratando de bloquearlos; presidentes de todo el mundo, en quienes los pueblos pusieron tantas esperanzas, confesando públicamente su total derrota por un ente microscópico carente de vida propia; toques de quedas, y más toques de quedas; caos, caos total… No hay otra palabra.
Es la ira de Dios. Me he quebrantado cien veces mientras descubro en los mapas mundiales on line las cifras de personas que han perecido. Me he quebrantado porque no era necesario que murieran; no les era necesario morir así. La ira de Dios hoy está desatada como nunca sobre toda la tierra, y cuando Cristo murió nos cubrió de esa ira. ¡Su muerte fue propiciatoria! “…Él es la propiciación por nuestros pecados…” (1 Jn. 2: 2a). ¡No somos hijos de ira! (Ef. 2:3c). Cristo satisfizo todas las exigencias de justicia del Padre. Su ira fue aplacada aquella tarde cuando el mundo todo se cubrió de tinieblas, la tierra tembló y las piedras se partieron (Mt. 27:51). Fue tal la eficacia pública de aquella muerte que el velo del gran Templo, con diez centímetros de ancho, súbitamente fue rasgado en dos. Calmada aquella inmensa ira, Cristo acababa de abrir una brecha inmensa rumbo al Padre. En aquel minuto, en que Él inclinó Su cabeza, y entregó el Espíritu, fuimos librados de la infinita ira del Eterno.
Dios nos libró de Dios. Esta es una expresión de Charles Ryrie. Teólogo alguno encontró un mejor camino para describir el misterio de la cruz. Al ser quemado en el fuego de la ira de Dios, Cristo aplacó para siempre la alta demanda de justicia del cielo. Aquel en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la deidad” (Col. 2:9) atrajo sobre sí tu juicio para fuego y perdición eterna. Sobre su cuerpo colgado en el madero vino la ira infinita de un Dios encendido frente a la total depravación humana. En tu lugar, Él lo sufrió. Dios nos salvó de Dios.
No, no somos hijos de ira. Ni frente a esta pandemia, ni ante ningún otro mal que exprese la ira de Dios, hay algo que temer. Teman a Dios aquellos que tienen en nada el valor de aquella sangre, porque sobre ellos está la ira de Dios. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).
¿Dónde debe estar nuestro corazón? Nuestro corazón debe de estar en función de “… esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (I Ts. 1:10). No temas, amado hermano, Dios nos libró de Dios.
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(1) R. C. Sproul. Todos somos teólogos. El Paso, Texas: Editorial Mundo Hispano, 2005, pp. 174, 175.
(2) BBC News Mundo. “Coronavirus: el mapa que muestra el número de infectados y muertos en el mundo por el covid-19”. Redacción
https://www.bbc.com/mundo/noticias-51705060?fbclid=IwAR0QvtYA7EtRTqYEQlp9LUvekVBRU-e425BMqk9T50iGHekOeKBAUpx_24c Accedido: 1 de abril de 2020, 9:22 PM.
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