Los filósofos, escritores y moralistas de todos los tiempos estructuraron su credo en sistemas ordenados de ideas escritas que, por su valor y aceptación universal, dieron reconocimiento a las personas que fueron. Es así que aquel oscuro efesio que se llamó Heráclito, se agiganta en la historia para todos los que aman la dialéctica, no por lo que fue, sino porque afirmó que “no es posible cruzar dos veces el mismo río”, y que “nada es y todo deviene”. Su pensamiento sacudió al mundo, que le erigiría un pedestal en el palacio de todos los pensadores. Desde Platón hasta Wittgenstein, esa fue la dirección de las cosas: lo que dijeron tuvo valor; fueron entonces aplaudidos sus nombres.
En Jesús se traza una dirección totalmente opuesta. Él presentó las más sacudidoras verdades concernientes a la revelación de Dios, la salvación personal y la vida eterna, y se expandió para recorrer caminos tan dispares como la discriminación al pobre y las obligaciones fiscales. Él abordó la privada y recogida práctica de la oración y se proyectó hacia cosas tan activas como la actitud ante el mal. Tales apuntes de sus palabras están contenidos en los evangelios, pero conforman verdades organizadas no en torno a un sistema, sino alrededor de Su persona. Es Él quien da valor a lo todo lo que dijo y nunca será a la inversa, como ha sucedido en la historia con aquellos que presentaron grandes cosmovisiones que atraparon para siempre la atención de la gente.
El revolucionario concepto de las universidades y bibliotecas dio significado y nombre a Platón. La «búsqueda de la verdad personal» levantó a Kierkegaard desde la lejana Copenhague hasta los estrados mismos del existencialismo. En ambos casos las contribuciones dieron luz y gloria a desconocidos nombres: de los que ellos dijeron a lo que, a partir de entonces, significaron; ese es el camino que han seguido todos los hombres.
Aquel Mesías galileo, aquel Eterno que irrumpió en el tiempo, trazó un derrotero invertido: lo que Él es, fue lo que dio significado y valor a todo lo que dijo. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, la revelación del Padre y el Santo Hacedor de todas las cosas. Es el Salvador del Mundo.
“A Él oíd” (Lc. 9: 35).
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