Para algunos la Iglesia es un sindicato de gente perfecta. No son pocos los que, al entrar a un Templo que reúne cristianos, esperan ver en él a un cúmulo de seres a los que nada queda por mejorar. Tal expectativa dista del sentido mismo de diseño que Jesús dio a la reunión de los suyos: la iglesia es, de hecho, un hospital de enfermos que sanan y se rehabilitan; una escuela donde se tratan las peores ignorancias; un taller que repara gente rota.
Como hospital verá en ella enfermos en todos los grados de afectación: graves, mejorados, de cuidado, y ya de alta. Como escuela, divisará estudiantes en los más diversos niveles: en kindergarten, como aprendices de escritura, graduados primarios, secundarios, pre y universitarios. Como taller, pronto se dará cuenta que algunos están en el yunque, golpeados, a la búsqueda de una mejor forma; allá en el horno, donde se calcinan las impurezas; o en las manos del artesano, donde se componen y recomponen una y otra vez.
A algunos les despierta sentido de buen humor las tales comparaciones, hasta que oyen, a los que pensamos así, definir al mundo como un hospital que mata a sus enfermos; una escuela en que se desaprende todo lo primigenio que Dios puso en el corazón; y un taller que destruye las piezas dañadas que llegan a él, echándolas a un rincón, sin esperanza siquiera de reciclaje. Al tiempo que escuchan esta segunda parte se les escurre la sonrisa.
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