Frente a los desórdenes de la iglesia, inevitables cuando se reúne mucha gente, a esperar cuando está presente mucha juventud, el promedio de los críticos estalla en cólera. Muchos piden con urgencia remedio inmediato, un resarcir de justicia en favor del orden.
El orden, el orden…, claro que amo el orden. Los que en el ministerio expresamos un énfasis magisterial tenemos una sensibilidad mayor a los asuntos relacionados con el orden. La diferencia en la percepción se crea cuando se ha pastoreado por algunos años. Un pastorado es una reorientación de la experiencia y la vida, porque deja de mirarse al mundo como algo dividido entre buenos y malos, blancos y negros; y lo mismo sucede frente a la balanza que mueve oscilante en sus platillos el orden y el desorden.
«¿Sabe lo que hizo ahora aquel?». «¿Tiene idea de lo que dijo este?». Así llegan los reportes fiscales del entorno. Muchas veces sabía ya lo que había pasado, o lo que habían dicho, pero a diferencia de mis reporteros, al unísono de ese saber me nacía dentro una pregunta: «Si ese joven, caballero o dama, no estuviera aquí, en los atrios de la casa de Dios, ¿dónde estaría?». Miraba a mi alrededor; allí estaban las licoreras, las casas de drogas, los casi prostíbulos de la barriada de Santa Amalia… «Si no estuvieran aquí esos muchachos, ¿se irían allí?». Me los imaginaba borrachos, drogados, enredados en pandillas, robando. Cuando regresaba al pensamiento de lo que me habían contado, los sentía sin falta…
«Si no estuvieran aquí, ¿dónde estarían?». Es una pregunta que solo un pastor se hace.
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