No habían llegado los tiempos del power point. No se disponía de cartulinas; ni siquiera era posible distribuir hojas con el bosquejo. El orden y el flujo de la clase dependía de lo que se escribiera en aquella pizarra.
Fue la base material de estudio desde 1989, en que asumí la clase de los jóvenes (entre 18 y 35 años) hasta 1998, en que salimos al ministerio; nueve años.
Comenzamos con treinta jóvenes. Entregamos la clase con doscientos cincuenta. Cambió la membresía, cambió el mobiliario, el sistema eléctrico, la refrigeración; cambiaron por cambiar hasta las losas del suelo. Todo cambió en aquel sótano a dónde también venían muchos que no eran ya tan jóvenes, pero querían estar. Todo cambió, excepto aquella vieja pizarra.
Era el sótano del Templo Madre de las Asambleas de Dios de Cuba, sede de las Oficinas Nacionales, en Infanta y Santa Marta, La Habana y Dios nos visitó allí con fuertes derramamientos del Espíritu Santo. Muchos hablaron en lenguas por primera vez en aquellas clases. Recuerdo ver caer, en el medio de la enseñanza a vidas cautivas que, en lo adelante, ya no lo fueron. Dios hacía lo que entendía y temprano aprendimos a movernos en la dirección en que Él empujaba. En una oportunidad la clase programada para cincuenta minutos duró solamente diez. Todavía estaba en el punto número uno cuando cayó el Espíritu… Un mar de lágrimas se desbordó de los ojos de aquella juventud. Fueron muchos los que cambiaron para siempre.
De aquella sede salieron notables pastores, evangelistas y maestros. Algunos hoy son presbíteros o directores de la revista nacional; otros se fueron lejos, como misioneros...
Al irme, en respuesta a otro llamado, nada era igual; todo había cambiado. Todo, excepto aquella pizarra.
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