Fue el profesional más ético que conocí. Vive aún. Se llama Jorge Orta Pires. Tener su mentoría en los difíciles trasiegos de las experiencias de pregrado fue una bendición. Recuerdo como hoy, el día que entró por primera vez a la sala Landeta, debe de haber sido en 1984. Era, para entonces, Residente de Medicina Interna, y la Dra. María Josefa Güeche García lo presentó a los estudiantes.
Más que médico, era un gran ser humano. Mis memorias más antiguas son las de verle llegar todos los días, antes de las 8:00 a. m., y estar una larga hora, a veces dos, curando a una paciente joven, negra, quemada, encamada, llena de úlceras de apoyo. Era una tarea diaria. Nunca vi alguien, ni antes ni después, que hiciera algo así.
También fue un gran honor ser su vecino. Vivíamos a una cuadra uno del otro. Así es que, además de compartir apagones y sequías, alguna que otra vez, coincidíamos en el traslado matutino al trabajo, a pie, como es común en Cuba. Me enseñó trillos y recovecos a tomar por la calle Lagueruela, a fin de alcanzar a llegar más temprano a nuestro Clínico Quirúrgico Docente “General Calixto García”, que fue nuestra segunda casa por quince años.
Compartimos muchas guardias entre 1984 y 1986, y siempre transmitió a todos, hábitos muy limpios de trabajo. Me recuerdo aprendiendo con él a hacer punciones lumbares por los llamados canales laterales, burlando las trabas anatómicas de las deformidades artrósicas. Perfeccionamos bajo su supervisión las técnicas para los abordajes venosos profundos. Le hice de ayudante en la reanimación de paros cardiorrespiratorios. Recuerdo uno que no pudimos salvar. Tal vez me vio sombrío, porque recuerdo que dijo, en un tono serio y reflexivo, mientras arreglaba lentamente la desordenada repisa de Cuidados Especiales: «Una vez más nos enfrentamos a la muerte…». Cómo olvidar la escena.
Me enviaron un día a acompañarle, ya como interno, a la valoración de un caso ingresado en sala de cirugía. Revisó al paciente, visiblemente distendido, para luego escribir en la historia clínica, con la letra legible que siempre le acompañó, la argumentación de una suboclusión intestinal. Claro que aprendí.
Fue el primer clínico al que oímos hablar de la artropatía de Charcot en el paciente diabético, penoso mal progresivo que asocia neuropatías periféricas con inflamaciones, luxaciones y destrucciones óseas. Toda una novedad docente.
Siempre recordaré la conexión que lograba con sus estudiantes, a diferencia de otros que pronto olvidan los días en que lo fueron. «El que estudia, sufre», decía al grupo, empáticamente. Muchos no sabían que la expresión era también bíblica: «…y el mucho estudio es fatiga de la carne» (Ec. 12: 12). Nos hacía entender que las noches sin dormir en la incorporación de gruesos volúmenes de información era el mal común de todos los médicos, y también «una enfermedad que se curaba con el tiempo».
Pese a la madura gravedad de su carácter sabía tener momentos de fino humor. Ya como especialista discutíamos en grupo, por órdenes de la dirección provincial del Ministerio de Salud Pública, un caso delicado por razones de Estado, que había hecho escala en China antes de llegar a nuestra centenaria institución. Durante la escala mencionada había tenido el paciente un cuadro de privación de conciencia y limitación motora; así llegó. Traía el diagnóstico de una enfermedad cerebrovascular oclusiva y, tras la discusión de nuestro colectivo, ahora con respaldo imagenológico, se hizo la verificación diagnóstica y el informe concluyente. El Dr. Orta cerró la reunión refrescantemente, diciendo: «Los chinos estaban claros».
En el complejo mundo de las interrelaciones lograba con sus compañeros de trabajo un equilibrio difícil de ver en otros; lo hizo idóneo para asistir profesionalmente al Prof. Dr. José E. Fernández Mirabal, en Cuidados Intensivos, en el contexto de uno de los penosos infartos que sufrió. El benemérito Prof. Mirabal era un paciente difícil en las manos de un médico idóneo.
Expresaba el Dr. Orta una sensibilidad profesional y humana muy grande, con raíces católicas. Tratamos este último tema alguna que otra vez. Era, al final, el clínico que todo el mundo hubiera querido tener a la cabecera de la cama el día de la enfermedad.
Aquella mañana en que tuvimos noticias de que había cruzado a los Estados Unidos, en el pase de visita de la Unidad de Cuidados Intermedios (UCIM), el Prof. Dr. José E. Lara Tuñón, Vicedirector primero del Hospital, comentó al grupo: «Es una lástima, porque tenía futuro...». Algunos nos miramos, y sonreímos... Oré por él, a fin de que pudiera llegar en paz donde su madre y salir adelante. Así fue.
Compartí estas memorias el 26 de julio de 2012, a las 5: 13 a. m., desde Cuba, con mi viejo amigo, el Dr. Orlando Hernández, padre de las biopsias de cresta ilíaca en nuestra sala, con aquellos catéteres de Vil Silverman que se las ingeniaba para tener esterilizados siempre y que todos aprendimos a usar como alternativa a las cruentas biopsias esternales. Le escribía al Dr. Orlando, y le decía: «Es para mí una alegría muy grande que, a las muchas cosas buenas que recuerdo del Dr. Orta (...), pueda unir ahora la de saber cuánto te ayudó. Envíale a cada rato una postal en que pueda ver que le recuerdas, y si algún día se ven, dale un gran abrazo de mi parte». Hasta ese día.
Gracias a Dios por lo que significó, para tantos, el Prof. Dr. Jorge Orta Pires. Larga vida para él y familia. Disfrute de muchos éxitos profesionales, y podamos un día, todos los que tuvimos el privilegio de tenerle como Profesor, decirle unidos, con sentida gratitud: «muchas gracias».
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