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sábado, 1 de enero de 2022

Aquel viejo vitral me trajo recuerdos…

Templo Metodista de Centro Habana. 

En aquel lejano 1969, mi madre decidió llevarnos por primera vez a la Iglesia Metodista de Centro Habana. Puedo recordar el primer día en que llegamos a aquel formidable Templo levantado en la calle Virtudes No. 152, entre Industria y Crespo, en la concurrida y bulliciosa urbe centro habanera. Allí nos congregamos con regularidad hasta 1975.

Tuve para entonces dos maestras de Escuela Dominical. Una se llamaba Inés María Valdés; tenía el pelo completamente cano; le recuerdo desde su mediana estatura mirándonos a través de sus notables espejuelos graduados. Tocaba el piano a la perfección. Murió tempranamente, en 1970. La otra se llamaba Dulce, y honraba con creces su nombre. Era pequeña de estatura, tenía el pelo gris, y un mirar bondadoso de donde no se borraba una tenue sonrisa, ni siquiera cuando regañaba. Lucía más anciana. Nuestra clase corría casi siempre a cargo de ella.

El Pastor, para entonces, era el Rev. José Alberto Borbón Albert; de él conservo pocas memorias, a modo de trazos, cuando nos visitaba familiarmente en el hogar. Mi madre nos decía que el texto bíblico que más se repetía en su boca era el I Corintios 15: 14: Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe. Cada dos años la Iglesia Metodista cambiaba a los pastores. Me vería acompañando a mi madre los miércoles en la noche, al estudio bíblico que impartiría nuestro nuevo Pastor, el Rev. Pedro Mayor Montes, a quien recuerdo mejor. Como no entendía todavía, me sentaba en el suelo, delante del último banco, ese que se ve en la fotografía, y apoyado en él dibujaba durante la hora que duraba el estudio. Él despidió sentidamente el duelo fúnebre cuando murió mi abuela materna, en 1975. Cómo olvidarlo.

Recuerdo de aquellos tiempos a Rinaldo Hernández; era, para entonces, otro niño de la Iglesia, unos tres años mayor que yo. (No le gustará saber que yo le acuso de ser más viejo.) Llegaría a ser en Cuba uno de los más efectivos pastores de la Organización. Sostendría el cayado pastoral en el imponente Templo de K y 25, sede de referencia de la Obra Metodista cubana. Me recuerdo respondiendo a una cordial invitación suya para ministrar, a principios de la década de 1990. Actualmente es líder y Senior Pastor en Cabo Coral, Florida, Estados Unidos. A cada rato nos escribimos memorias.

Ana Margarita Mayor Puerta era, por su parte, una niña de la congregación; estábamos en la misma clase, con la misma edad. Hija de mis amados pastores, llegaría a ser Doctora en Medicina y Especialista en Microbiología. Actualmente es Coordinadora del Programa de Salud del Consejo de Iglesias de Cuba, sobre COVID 19.

En 1969, a pocos meses de llegar al Templo Metodista de Centro Habana, regresando en el recuerdo, fui ubicado en la clase de un maestro llamado Nelson; este era pausado, reflexivo y observador. Mi lectura oral era pésima y un día me puso a leer en el aula, delante de todo el mundo, no recuerdo exactamente qué. En los cortos minutos que duró aquello, padecí lo que solo puedo describir como una campaña de exterminio para mi amor propio; era aquella una auténtica mutilación de mi autoestima. Terminé, bajé la cabeza y esperé. Una sola observación de mi maestro y habría quedado psicotraumatizado para toda la vida. En mi expectativa estaba un irónico “¿en qué grado estás?”. O tal vez un “debes de leer un poco más”. Para mi sorpresa el maestro Nelson, asintió con la cabeza, y dijo: “Muy bien…”, y para mi alivio comenzó a hacer la aplicación de mi lectura. Al llegar a casa me dije: “¡Nunca más me puede pasar esto!”, y como un resorte tomé un libro de cuentos — ¡enorme para mí! — que se llamaba Las Aventuras de Nadasabe y sus amigos, del escritor ruso Nicolai Nosov. Como entre el nombre del protagonista y mi persona parecían existir puntos concordantes lo comencé a leer. Aquel enorme libro me acompañó por toda la casa un largo mes, hasta que, finalmente, lo terminé.

A fuerza de no tener qué leer me hice asiduo de la Biblioteca Municipal “Máximo Gómez”. Esta se encuentra, desde 1964, en la acera este, del entonces arbolado Paseo del Prado, en el número 205, entre las calles Colón y Trocadero, en mi recordada Centro Habana. Los dos años siguientes, ininterrumpidamente, estuve vaciando sus estanterías a la búsqueda de toda clase de lecturas. Mi madre leía la práctica totalidad de los libros que llevaba a casa. Se trataba de un esfuerzo familiar integrado que dio mucho fruto, porque con siete años conseguí la fluidez de lectura que se espera en un adulto.

Doy en esto gloria a Dios, porque Su Iglesia y aquellos maestros metodistas de la Escuela Dominical me hicieron mucho bien. Nunca supieron cuánto me motivaron para aprender a leer. Les recuerdo con añoranza y amor.

La asistencia de los niños a la Iglesia era requisada cuidadosamente en la sociedad. En compensación a este peligro, mi padre, que era un gran electricista, hacía trabajos personales, frecuentes y desinteresados al presidente del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), un optometrista afable de apellido Dorticós; este tendría unos sesenta años, edad en la que se ha aprendido que los extremos son pésimas elecciones. Era también “mi viejito” el electricista de todo el edificio, y arreglaba su motor de agua, tantas veces roto; de modo que emprender una medida contra nosotros no parecía factible a los intereses electrodomésticos de mis vecinos, que eran, en general, buenos; ni al CDR, que estaba controlado por el anciano Dorticós.

Presiones de otras naturalezas tendría que resistir. Una de las tristezas más grandes que recuerdo de aquel 1969, era escuchar a mi maestra de primer grado, decir: “Cuando pasen los años y se mueran esos ancianos que van a las iglesias, estas se convertirán en escuelas”. Hablaba conmigo. Nunca olvidaré sus palabras, cuando repartieron los sellos de premios a los estudiantes ejemplares; tenía la mejor lectura oral de toda el aula, pero de nada valió en aquel extraño minuto. Ella, mirándome de soslayo, dijo: “Octavio no puede ser ejemplar”. Todos sabían por qué…

Me quedé sin sello. Tenía seis años. A más de medio siglo de distancia aún veo la escena… Temprano comenzaron “en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús” (Gá. 6: 17).

Al llegar a la Iglesia, cada domingo, me dañaba ver las puertas y ventanas impactadas por huevos que lanzaban imperturbables contra ellas. Apedrearon con satánica bestialidad todos sus cristales exteriores. Eran vitrales caros y bellos. Solo sobrevivieron los interiores. El 11 de marzo de 1997, en horas de la noche, integrado ya al movimiento pentecostal cubano, visité con mi familia aquella memorable sede de la infancia, en ocasión de la visita del afamado apologeta norteamericano Josh McDowell a Cuba. En la puerta del Templo nos recibió cordialmente mi viejo Pastor, el Rev. Pedro Mayor, y en los diálogos preliminares de los saludos, me dijo: “Mira —señalándome al vitral donde aparece la escena de Juan, capítulo 4, de Jesús con la samaritana—, mira…, ¡el único vitral que quedó sano!”.

En efecto, allí estaba. Me recordé de niño en el Templo, en las horas que seguían a las clases de Escuela Dominical, mirando la luz que pasaba a través de él. Me fue siempre por hoja de clase; en aquel vitral veía la escena bíblica con esa hermosa luz que venía del otro lado, y siempre me pareció que tenía algo de celestial. Tantas mañanas, tantos meses, por seis años. Cómo olvidarlo…

Hoy miraba esta foto, en una publicación de redes hecha por la Iglesia Metodista, el 21 de diciembre de 2021, bajo el actual pastorado del fraterno Rev. Guillermo León Mighthy. Quien me diera volver allí, en el tiempo, para escuchar con la misma emoción la descripción que hicieran aquellos lejanos maestros.

Hasta el Día de la eternidad, no sabrán cuánto bien me trajeron. El Señor lo recuerde en favor de ellos ese Día.




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