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martes, 20 de octubre de 2020

¿Quién habló?

En todos los lugares del mundo los púlpitos son ocupados por personas que, al terminar su mensaje, le dejan pensando: «¿quién habló?».

Es triste siquiera el hecho de que haya que formularse la pregunta, pero es así. Mi primer pastor pentecostal, el Rev. Hugo Vidal, una mañana, en la primavera de 1986, explicó a los jóvenes que le escuchábamos: «No es difícil saber cuál es la fuente que habla en la predicación y la profecía, porque el Espíritu Santo ‘habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación’ (I Co. 14: 3). Si estos tres efectos no están presentes en el que escucha, no fue el Espíritu Santo el que habló».

Si tiene una mente generalizadora se dará cuenta de que edificar, exhortar y consolar, son ríos del Espíritu que nacen de una fuente común: el amor. Para la altura de aquellos lejanos días leía una pequeña publicación del predicador argentino Juan Carlos Ortiz; comentaba acerca de un libro que había estado preparando, y que detuvo a medias, ¿sabe por qué?; él lo explicó, cuando dijo: «…descubrí que no lo estaba haciendo con amor».

Que las personas regresen a sus casas peor que cuando llegaron a la iglesia, depende totalmente de esto: ¿quién habló? Qué apaguen el televisor tras escuchar a un predicador, que desconecten la transmisión del canal en internet, que resuelvan no oír más, todo depende de una sola cosa: cuando se sentaron a oír, ¿quién habló?

Tengo una gran batalla antes de ocupar ese delicado lugar que es el púlpito, o el micrófono de la radio cristiana o el teclado al enfrentar mi blog; no es exegética o informativa porque vivo leyendo; no tiene la tal batalla que ver con la inexperiencia ante auditorios difíciles; treinta y cuatro años enfrentándolos es suficiente barricada; el reto es lograr amar a las personas a las que hablo o escribo. Si no lo logro, todo lo que diga se reducirá a «metal que resuena, o címbalo que retiñe» (I Co. 13: 1).

No es difícil saber quién habló. Si al terminar sentiste un renovar de fuerzas, un súbito e inesperado deseo de vivir, un bálsamo en el alma, el alivio inmediato a un dolor que parecía inapagable, un abrazo del cielo, entonces el Espíritu Santo habló.

Si al terminar de oír solo te quedan las algias de un corazón flagelado, una confusión aún mayor que aquella con que venías, la extraña sensación de no sentirte amado, ni siquiera medianamente respetado, absolutamente zaherido por un mensaje de resentimiento que dio alguien que muy pronto olvidó la gran basura que fue en su vida anterior, y de dónde Dios lo sacó con una palabra de amor; si el mensaje se reduce a pedirte dinero, como clave misteriosa de todos los progresos, si las palabras abrieron más, una herida que ya traías; entonces, no lo dudes: el Espíritu Santo no habló.

Para que se enciendan y cambien los que están oyendo, es necesario que esté encendido el altar: «Entonces dije: ‘¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos’. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: ‘He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado’». 

Que el altar se vea encendido depende, en mucho, de que Dios esté sobre aquel que se pare tras Él. Para que se enciendan los miembros de la iglesia tiene que estar encendido el altar. No se trata de qué clase de mensaje traerá el hombre, sino de qué clase de hombre traerá el mensaje. La oración de los sacerdotes de Baal y Asera duró toda la mañana; nada sucedió en respuesta. La invocación del profeta Elías alcanzó escasos segundos: «Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos» (I Re. 18: 36, 37). Para muchos fueron decepcionantes aquellas escasas palabras, pero, al terminar, «cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ‘¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!’» (vv. 38, 39). 

En un evento multitudinario, los organizadores tomaron la palabra por tiempos que parecían inacabables. Al término, dijeron a Juan Wesley: «Tiene cinco minutos para hablar». Aquel heraldo del siglo XVIII, pálido, tomó el púlpito, y solo dijo una cosa; fue una pregunta. Los aires se desgarraron cuando él rompió el silencio, para decir: «¿Somos canales o estorbos?».

Fue todo. No dijo nada más.

El púlpito es un lugar muy delicado. Por alegres que les parezcan, muchas de las personas que le escuchan, llegaron allí arrastrándose. No sea un estorbo. Sea un canal del amor de Aquel que murió por ellas.

«Edificación, exhortación y consolación». Si lo que va a decir no producirá estos efectos, por favor, calle, hasta que sienta amor.




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