Contados profesionales pueden vivir de los ingresos que les produce el duro oficio de escribir. Esto llega a ser posible excepcionalmente en aquellos laureados con significativos premios internacionales, como Planeta, Pulitzer o el Nobel de Literatura. Casi todos los escritores tienen que desarrollar una función secundaria que les compromete penosamente el tiempo, y les afecta la calidad en la redacción de los artículos o libros que publican, en los que, inevitablemente, aparece la huella de la discontinuidad.
Este problema es aún más acentuado para el escritor cristiano, debido a que, como no se les da ninguna importancia a las publicaciones más que la que deriva de las ganancia que tienen las editoriales, son más escasos todavía los que pueden sostener un ministerio así, a tiempo completo. Estos suelen ser maestros o pastores en el ejercicio de su ministerio.
En otro orden de cosas, las publicaciones cristianas sufren de una dificultad, y es la baja calidad de la redacción. Su contenido teológico es notable y loable, pero el lenguaje es calamitosamente deficiente, lo que quiere decir que el libro tuvo pocas revisiones (ninguna profesional) antes de ser publicado. Las malas traducciones son un mal adicional que hace sufrir. Hace poco leía, en una importantísima publicación cristiana internacional de los Estados Unidos: “AA murió de cáncer mamario…”. Por alguna razón me sentí extraño, y busqué el original inglés. Allí se leía: “paranasal sinus cancer”, y no “breast cancer”. Creo que usted sabe la diferencia entre cáncer de senos paranasales y cáncer de mama, pero como al traductor le pareció que sinus se parecía a seno, y por extensión a mama… Todo esto lleva a una pérdida de credibilidad, al tener que formularse el lector en la tal publicación periódica tres cosas: “¿quiénes son sus escritores?”, “¿quiénes son sus traductores?”, “¿quiénes son sus editores?”.
Es muy difícil leer un libro que está mal escrito y/o mal traducido. En lo personal es un esfuerzo que ya no hago, más que cuando tengo que realizar la difícil función de editor. Amor aparte, es un castigo, y no lo deseo a nadie que sepa leer. Tal vez detrás de todo esté la consciencia de la poca importancia que se le da a las publicaciones, lo que hace que el esfuerzo de superación, en el escritor-traductor-editor cristiano, sea pobre.
Otro gran mal es la pasividad total de aquellos a quienes corresponde detectar talentos. Existe la extraña tendencia de usar solo «al amigo». Publica en mi revista «mi amigo»; coloco en los webs importantes el artículo de «mi amigo»; la revista digital es espacio solo para «mi amigo». El mundo se reduce al editor y al «amigo». Lamentablemente es frecuente que «el amigo» tenga un gran nombre, sea un buen hombre, pero que sea cualquier otra cosa menos escritor. Esto lleva a una segunda pregunta: “el tal editor…, ¿es editor?”.
Todos estos males enrumban, descorazonadoramente, a la disminución del público lector cristiano, en favor del uso de los medios audiovisuales y las redes sociales.
Mientras aquellos a quienes corresponde hacerlo no rompan ese circuito, una postal publicada en Facebook, con una frase dicha por cualquiera, tendrá el mismo nivel de aceptación y credibilidad que un artículo seriado de César Vidal Manzanares.
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