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sábado, 3 de octubre de 2020

A veces alguien tiene que morir...

Para nadie es un secreto la historia de la animadversión que existía, livianamente hablando, entre el científico francés Louis Pasteur (1822-1895) y su par alemán, Robert Koch (1843-1910). El primero era el padre de la inmunología; el segundo sería el descubridor del bacilo de la tuberculosis y del Vibrio cholerae de la cólera, pero uno era francés y el otro alemán: suficiente ácido para una herida (1).

El 8 de agosto de 1881, tuvo lugar el Congreso Internacional de Medicina en Londres; fue organizado por Joseph Lister, y en él, Pasteur, hizo todo lo posible por desacreditar a Koch, y despojarlo de reconocimiento en cuanto a sus aportes en el estudio del carbunco del ganado en el que, como médico rural, el alemán estaba trabajando desde hacía varios años. Obviamente resentido, Koch escribió: “Pasteur no sabe distinguir el bacilo del carbunco. El experimento de Pasteur no tiene nada de valor, de hecho, tiene un cariz de ingenuidad. Al señor Pasteur no le debemos nada en cuanto al enriquecimiento de la etiología del carbunco. Su trabajo solo ha propiciado avances en cuestiones ya resueltas o a punto de estarlo”. Pronto Pasteur tuvo conocimiento de esta fuerte réplica. La guerra había comenzado (1).

Para mayor gravedad de las tensiones, estalla la fama de Koch por toda Europa, cuando descubre que la tuberculosis no es una enfermedad hereditaria, sino infecciosa; identifica, además, el bacilo que la produce y crea técnicas para sus caldos de cultivo. Una de cada tres personas moría entonces por esa enfermedad que, irremediablemente, acababa con la vida del 60% de los niños. La tuberculosis tenía más letalidad en aquel momento, que la peste, y Koch levantó una bandera preventiva y abrió un camino a la investigación. Pasteur, lejos de alegrarse, arremetió contra él un año después, en el Congreso Internacional de Higiene, celebrado en Ginebra, Suiza, y le llamó públicamente “enemigo obstinado” e “inexperto”. Para remate de males el traductor de Koch tradujo mal una expresión relacionada con la compilación alemana en la que Pasteur había leído el artículo, y en lugar de “compilación alemana” tradujo: “orgullo alemán”. Era más de lo que Koch podía soportar… Las tensiones de las escuelas de medicinas francesas y alemanas alcanzaron su punto cenital. Desde entonces los artículos y correspondencias de ambos científicos fueron centellas cruzadas que restallaban como látigos encendidos. Deben haber contemplado la idea de enredarse a tiros, pero tenían armas más formidables que las pistolas: el creciente crédito de sus investigaciones científicas, una en competencia con la otra. El terreno del duelo debía decidirse allí (1).

Pronto llegó la ocasión, con el estallido de una epidemia de cólera en el verano de 1883, en El Cairo, Egipto. Estaban muriendo quinientas personas diariamente, y mucho se temía que la epidemia cruzara el Mediterráneo y se infiltrara en Europa. El gobierno francés, de inmediato, pidió a Pasteur la organización de una expedición científica. Esta llegó a Alejandría el 15 de agosto de 1883. A la cabeza del grupo estaba el Dr. Pierre Paul Emile Roux (pronuncie Ru). Le acompañaban Ed. Nocard, Louis Thuillier y Straus (1) (2). Pasteur, a sus sesenta años, cansado de viajar, permaneció en Francia. El gobierno alemán, por su parte, pidió a Koch partir de inmediato hacia Egipto con el mismo propósito, y el sabio alemán decidió ponerse a la cabeza del grupo. Llegaron a Alejandría una semana después, el 24 de agosto. Ambos equipos, el francés y el alemán, trabajaron frenéticamente desde las 5:00 AM cada día. El calor era insoportable (1).

Este es el contexto en que, un mes más tarde, mientras estaba en Arbois, Jura, territorio francés, Pasteur recibe una triste noticia: su importante colaborador, el brillante y prometedor Louis Thuillier, de veintisiete años, que anduviera a su lado todo el tiempo, en los tortuosos caminos por los que llegaron a la vacuna contra la rabia, el ántrax y la fiebre porcina, acababa de morir, fulminado por cólera, a las 8:00 AM del 19 de septiembre de 1883 (1) (3). Pasteur, nadando en un mar de autorreproches, quedó devastado. Sufrió lo que los más cercanos describieron como un “desplome total”, que hizo más sentidas y significativas las palabras que le escribió el Dr. Pierre P. Roux, acerca de la respuesta de su rival alemán y equipo: “El señor Koch y sus colaboradores acudieron cuando la noticia se difundió por la ciudad. Hallaron las más bellas palabras para honrar la memoria de nuestro querido colega. El señor Koch sujetaba una de las esquinas de la mortaja (…) aportando dos coronas que ellos mismos han colocado sobre le féretro. ‘Son modestas, dijo el señor Koch, pero son de laurel, las que se otorgan a los gloriosos’”.

En este instante terminó aquella penosa guerra…

Seguirán ambos caminos diferentes y habrá competencia técnica. Los seguidores de Pasteur sentarán las bases de la inmunología, los de Koch perfilarán los caminos de la microbiología, pero aquella feroz embestida terminó allí. Nueve años después de la muerte de Pasteur, Robert Koch viajó a París por primera vez, y visitó el Instituto Pasteur. Los discípulos del finado genio francés lo recibieron con el más profundo respeto. A la muerte de Koch, en 1910, el Instituto Pasteur declaró: “Todos los bacteriólogos del mundo son alumnos de Robert Koch” (1).

Eran Pasteur y Koch dos gigantes, y en lugar de unir fuerzas, habían vivido haciendo todo lo posible por dañarse entre sí, de la forma más encarnizada, hasta el día en que murió Louis Thuillier...

A veces alguien tiene que morir.

 

Debe de haber sido leyendo los sermones de Leobardo Cuesta Estrada que tropecé con la historia de una madre que moría. Su esposo e hijo estaban fuertemente enemistados desde hacía muchos años, y ella les llamó para que estuvieran allí, en ese lúgubre minuto en que no se desea la presencia de objetos, sino de seres queridos. Usando la pequeña hendidura de consciencia que le quedaba, aquella madre tomó la mano del padre, y a un tiempo la de su hijo, y las puso una sobre la otra en su pecho. Sin decir una palabra, pocos minutos después, dejó de respirar y murió.

Padre e hijo no se atrevieron a retirar sus manos, y solo lo hicieron en el instante en que se abrazaron (4). Sobre aquella madre, con ella, murió aquella larga enemistad.

A veces alguien tiene que morir…

 

La tarde en que Cristo murió fue ocasión de confusiones que perduran hasta hoy. Para los que vivían en Jerusalén la razón de aquella cruenta muerte fue el odio judío; para los resentidos griegos fue la rigidez legal romana; para los ardientes celotes, primó la falta de unidad en la resistencia armada de los discípulos. ¿Qué fue lo que llevó a Cristo a la cruz? ¿Cuál fue la causa real? ¿Por qué murió?  

Cristo tuvo que morir para reconciliarte con Dios. Si hubiese habido otro camino para lograrlo, el sabio Dios lo hubiera usado, pero no lo había, Cristo tenía que morir.

Mucho yerra Karl Barth cuando, desde el estrado de la neo-ortodoxia, defiende la idea de la absoluta trascendencia de Dios, alejándolo infinitamente de los hombres. Él olvida que en el último espirar del Hijo de Dios, en el instante supremo en que aquel inmenso corazón dejó de latir, el gran velo del Templo se rasgó en dos, y se abrió un camino en los abismos insondables que separaban al hombre de Dios. “Mas Jesús, dando una gran voz, expiró. Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mr. 15: 37, 38).

Dios no está lejos de ti después que Cristo murió: “…vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2: 13). “Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos…” (Hch. 17: 28). Por el valor de aquella muerte “Cercano está Jehová a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras” (Sal. 145: 18).

Cristo es la reconciliación de todos los hombres con Dios. Él hizo posible que, por la fe en el valor de su vida, de su muerte y de su resurrección, todos podamos tomar la mano del Padre, y andar seguros con Él, pero para eso tienes que recibir a Cristo como salvador personal: “…Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10: 8-10).

No hay atajos a la vida eterna: tienes que nacer de nuevo. Ateísmo, humanismo, islamismo e hinduismo, son trillos que no llevan a ninguna parte. No tienes rumbos esquivos que te permitan evadir la gran confrontación: recibes a Cristo como salvador personal, naces de nuevo y vas al cielo, o lo rechazas, sigues tu obstinada vida y vas al infierno. No tienes alternativas.

Tampoco las hubo para Él. Tuvo que morir por ti. El evangelio es la historia del día en que Alguien tuvo que morir.

 

 

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(1) Pasteur y Koch, medicina y revolución Historia. HD Documental. https://www.youtube.com/watch?v=dNi2hXZz5sg Publicado: 19 de noviembre de 2019. Accedido: 30 de septiembre de 2020, 5: 20 PM.

(2) José L. Fresquet. Instituto de Historia de la Ciencia y Documentación (Universidad de Valencia-CSIC). Septiembre, 2002. Publicado en: Historia de la medicina. Biografías. “Émile Roux (1853-1933)”. Accedido: 30 de septiembre de 2020, 6: 31 PM. https://www.historiadelamedicina.org/roux.html

(3) UAB Media Relations. “Louis Pasteur's Anthrax Letters”. http://main.uab.edu/show.asp?durki=45328  Publicado: 23 de octubre de 2001. Accedido: 30 de septiembre de 2020, 6: 28 PM.

(4) Leobardo Cuesta Estrada. Sermones. No dispongo de otro dato por ahora.




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