¿Es posible enfrentar la depresión haciendo la obra de Dios? No solo es posible, sino que además es bíblico. Resulta ser una experiencia visible en grandes siervos de Dios, bíblicamente hablando. Los cimientos que se levantan contra el ministerio son muy recios, y la oposición, cuya única idea es destruir la Obra, puede simular un poder mayor al que tiene. Un cristiano puede ser engañado, y llegar a pensar que no resistirá. Es el camino por el que se llega a la depresión. A un profeta Jeremías le sucedió.
A pocos hombres de Dios les ha tocado ministrar y sufrir al mismo tiempo en un grado comparable a Jeremías. Vivió los difíciles días del asedio de Babilonia a Jerusalén, a finales del siglo VI a.C. Comprometido con los destinos de su pueblo, trajo a la nación el mensaje que Dios le había dado: el pueblo podía sobrevivir si se entregaba dócilmente a Babilonia (Jer. 38:17). Era la única puerta abierta que les quedaba. Las autoridades judías interpretaron la predicación de este mensaje como un acto de traición, toda vez que desalentaba las manos de los que defendían la ciudad, y de pronto Jeremías tiene a la nación entera contra él. Los hombres de Anatot, su ciudad natal, fueron sus primeros adversarios. Fue sucesivamente amenazado de muerte, azotado, puesto en un cepo, encarcelado, acusado de desertor y lanzado a una cisterna vacía. Con sus grandes ojos proféticos veía la nación lanzada rumbo al despeñadero. Sus oídos espirituales escuchaban el grito lastimero de los niños y el quejido desconsolado de las madres y los huérfanos; rogaba ser oído, para, en su lugar, recibir solo la frialdad del cieno devorador cediendo espacio bajo a sus pies.
Jeremías sufría. Deseó no haber nacido (Jer. 20:14). Deploró su estado: “¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de contienda y hombre de discordia para toda la tierra! Nunca he dado ni tomado en préstamo, y todos me maldicen” (Jer. 15:10). Es este el contexto en que escribe: “¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo! ¡Oh, quién me diese en el desierto un albergue de caminantes, para que dejase a mi pueblo, y de ellos me apartase!” (Jer. 9:1, 2a).
No le veía perspectiva a su sufrimiento. ¿De qué valía dar esa palabra a un pueblo que respondía maldiciéndolo? Rick Warren, escribió: “Cuando la vida tiene sentido puedes soportar cualquier cosa”. Para Jeremías no la tenía (1). Hoy día, del otro lado de la historia, podemos ver, en aquella lúgubre experiencia, un sentido de gloria: Jeremías estaba escribiendo la Biblia, y cada lágrima de sus ojos era una gota de tinta en las manos de Dios. Por veintiséis siglos su libro y su historia han sido fuente de inspiración y fortaleza para los creyentes de todas las naciones. Recogió, en el contexto de su dolor y de su sufrimiento, la más auténtica revelación de Dios. De su corazón estrujado brotó, cual santo manantial, la Palabra inspirada del Altísimo.
La historia conoció a muchos Jeremías, personas extraordinarias que vivieron horas difíciles, y por momentos perdieron la perspectiva de la bellísima historia que estaban escribiendo. Ellos parecían naufragar en su mar de dolor, en lo que creyeron era un sufrir sin sentido.
Frente a los avatares del ministerio debe recordarse que en la vida de cada cristiano se está escribiendo una hermosa historia, y la eternidad será el lugar para contarla.
En el libro de Job, capítulo 2, versículo 11 al 13 aparece:
Y tres de los amigos de Job, Elifaz temanita, Bildad suhita, y Zofar naamatita, luego que oyeron todo este mal que le había sobrevenido, vinieron cada uno de su lugar; porque habían venido juntos para condolerse de él y para consolarle. Los cuales, alzando los ojos desde lejos, no lo conocieron, y lloraron a gritos; y cada uno de ellos rasgó su manto, y los tres esparcieron polvo sobre sus cabezas hacia el cielo. Así se sentaron con él en tierra por siete días y siete noches, y ninguno le hablaba palabra, porque veían que su dolor era muy grande.
No hay una historia bíblica con un ingrediente más notable de dolor y sufrimiento que aquella relacionada con el patriarca Job. Las citas bíblicas que aparecen arriba recrean, en trágica escena, la profunda depresión que ensombreció la vida de este hombre de Dios.
A veces la fidelidad de un cristiano es probada. Un creyente puede ensombrecerse sin dejar por eso de ser fiel. A Dios le interesaba más, en este interesante libro, la integridad de Job que sus sentimientos. Éstos últimos son fluctuantes; la integridad no. Job mostró serlo, y en medio de la colosal prueba que vivió, el universo infinito tuvo que oírle decir: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí” (Job 19:25-27).
Primero de Reyes 19: 3-5 registra: “Viendo [Elías] pues el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: 'Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres'”.
Por alguna razón todos los predicadores utilizan a Elías como el prototipo representativo de un profeta, siervo o líder de Dios deprimido, desalentado y sin fuerzas. En efecto, para las alturas de ese momento, Elías era un Quijote vencido. Razones le asistían: los profetas estaban muertos, los altares derribados, él creía ser el único con vida, y estaba siendo perseguido a muerte por una orden real.
Representa un curioso contraste que, siendo “el profeta de fuego” y el hombre que, escasas horas antes, se enfrentó solitario, en el monte Carmelo, a ochocientos cincuenta falsos profetas, llegue en tan sinuosa inflexión a un punto de desesperanza tal en que desea morir.
Su vida muestra en qué dimensión cualquier hombre o mujer al servicio del Reino de los cielos, se puede deprimir. Nadie está exento de hundirse en las aguas del desaliento; en tales casos todo dependerá de a quién se vuelva la persona que sufre. Por intensa que fue la depresión del profeta su oración se elevó al Señor. Con Él pactó su vida y ministerio hasta la muerte. Jehová, Dios de los Ejércitos, le enseñó una vez más que, aunque la situación parezca inclinada hacia un inevitable desastre, los recursos del cielo nunca se agotarán. El ángel le dejó descansar, puso comida a su lado, y le dijo: “Levántate y come, porque largo camino te resta” (I Re. 19: 7b). Tal fue la respuesta que recibió a una oración en que pidió morir.
Dios es fiel, y nunca abandona a alguien que le sirve, por deprimido que pueda llegar a sentirse.
Porque él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal;
Me ocultará en lo reservado de su morada;
Sobre una roca me pondrá en alto.
Luego levantará mi cabeza sobre mis enemigos que me rodean,
Y yo sacrificaré en su tabernáculo sacrificios de júbilo;
Cantaré y entonaré alabanzas a Jehová.
Samo 27: 5, 6.
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(1) Rick Warren, Una vida con propósito. Miami: Editorial Vida, 2003, p. 29.
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