Dras. Elízabeth y Viria Ríos de la Cruz |
¡Feliz 3 de diciembre! ¡Grandiosa celebración de la medicina cubana, latina y panamericana! A las doctoras de la familia, nuestras hijas: Elízabeth y Viria Ríos de la Cruz, nuestro más grande homenaje en este día.
Vaya profesión; es ser médico de la familia, de los vecinos, del hospital y de todos, al final. Parece como si el mundo se te volviera un inmenso hospital.
“El diagnóstico a la cabecera del enfermo, ese es el sentido de la medicina clínica”, así nos enseñaron. Para los casos sencillos puede ser funcional, pero nada más irreal en las situaciones complejas. Los resquicios sintomáticos, en un mar inextricable de pensamientos que luchan por lograr una armonía diagnóstica, te acompañan lejos, fuera del hospital, a los lugares de descanso, a los parques verdes, a las costas azules. A veces el diagnóstico llegó en la soledad y la lejanía…
Dominguito, mi buen amigo Dominguito, campesino villaclareño, confiaba en mí. Dejó en la distancia sus sembrados y vino a verme. Le habían operado de próstata, pero la fiebre no se le quitaba. Lo ingresé en mi sala de Cuidados Intermedios. En efecto, la fiebre no bajaba; urocultivos y hemocultivos negativos, antibióticos van y vienen; por sugerencia de los urólogos, aminoglucósidos, con la perspectiva de tratar una sepsis urinaria no demostrada. Nada. Después de diez días, ahí seguía la fiebre. Discutimos colegiadamente el caso. Nuevas baterías de análisis que solo expresaban una eritrosedimentación alta, sin anemia. Otra vez los urólogos en sala…
Me dolía la cabeza de pensar. Una tarde en que extrañamente no había presión de trabajo, me senté en el sillón en el borde de su cama, a oír los cuentos de mi locuaz y febril amigo, cuando en medio de tantas historias, me dijo: “Ya sé que me va a empezar la fiebre, porque me duele la cabeza. Unos minutos antes de empezar la fiebre, me duele mucho la cabeza…”. Aquel comentario me sacudió, y recuerdo que pensé: “Así no es como está en el libro…”.
Me fui esa tarde, y entrada ya la noche, cuando me lo permitieron las andanzas por La Habana, a la azarosa búsqueda de algo de comida para mi familia, abrí los libros. No busqué “síndromes febriles crónicos”, ni “resistencia a la antibioticoterapia”. Me fui a las “cefaleas…”. Después de una hora removiendo capítulos, llegó la luz del cielo: arteritis temporal; era la “cefalea con fiebre” que buscaba. Retrataba a Dominguito. Ni urólogos, ni clínicos, nadie pensó en ella; la operación reciente la había enmascarado.
Era tarde en la noche y la ciudad dormía; la ventana de mi apartamento sin balcón, estaba abierta. Las estrellas reflejaban su brillo en los cercanos y humedecidos techos de asfalto-cemento sobre el almacén inmediato. En la soledad taciturna de mi hogar con despensas vacías, lejos del hospital, con mi esposa y mi Dios por únicas compañías, allí llegó el diagnóstico.
Quedaba por hacer la verificación. Suponía cierto riesgo: retirar el tratamiento y dar un golpe de esteroides. Era peligroso si el cuadro subyacente era infeccioso, pero no había más opciones: mi amigo se sentía mal y confiaba en mí. A las 8:30 a.m. indiqué a la experimentada jefa de enfermería de la sala de hombres, Nilda Tamerón, la suspensión de los antibióticos, y el comienzo de 60 mg de prednisona. Esperé, algo asustado, la evolución de las horas. A las 4:00 p.m. de ese día, por primera vez en un mes, Dominguito no tuvo fiebre. Curó de inmediato. A los tres días le di el alta, afebril, previa valoración con neurología, Dr. Arturo Ramos; y neurocirugía, Dr. Reynaldo Chailloux. Mi amigo fue citado a consultas de seguimiento con especialidades. No quiso ir. Solo se seguiría conmigo…
Me tocó, por años, ver a mis compañeros de profesión, agotados, ojerosos, tristes, nada reconocidos, apagados, nadando en un inacabable mar de silencio. En esas condiciones los vi luchar contra enfermedades de difícil identidad, que finalmente desenmascaraban, salvando una vida. Desde entonces me he preguntado: “¿dónde estarían en el minuto en que hicieron aquel diagnóstico? …”.
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