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miércoles, 2 de septiembre de 2020

Mediocres

Son la verdadera pandemia. El COVID-19 y la gripe española fueron daños ilusorios; no dañaron la esencia de la humanidad. Los mediocres, extendidos, incontenibles, apagaron para siempre todas las fragancias del mundo. Han impuesto finalmente su personalizado y acre olor.
Todo vino a ser distinto desde el azufrado día en que penetraron hasta el último rincón. Hoy, entronizados, echan raíces en los reinos de cada islote. Desde allí lideran las más altas causas, tirando de ellas rumbo a la medianía de su estatura.
A nada llevarán jamás, porque todo lo tuercen, aun lo torcido.
Ascienden incontenibles. Para ellos no hay urdimbres que lleven a otras cumbres. Ellos son la meta; ya llegaron. No hay nada más por hacer.
Hicieron morir, diluida, la virtud. Conjurados, le abrieron un dique al camino de la perfección. Hicieron fenecer la poesía de la hombradía y la belleza de la maternidad. Trastocaron por extensión cada concepto. Con ellos nació el culto a la celebridad, y no al valor. Arriaron, una por una, todas las banderas. Apagaron luces que brillaron por siglos, e ingentes, hicieron nacer, entre glorias fatuas, un mundo sin estrellas.
Para los mediocres el esfuerzo que vence a la inamovilidad les es tan extraño como la luz al topo soterrado. Tienen una sola e innegociable filosofía: es más cómodo ser ancla pesada que descansa imperturbable, antes que vela impoluta tensada por el aire que empuja la barca.  
Tres metros delante de sus ojos, todo es niebla. No les pregunte jamás qué le explicó al mundo Facundo Cabral, aquella lejana tarde en que se le oyó decir “que se mueve alguna estrella cuando arranco una flor”. Entenderlo requiere sentido de trascendencia. Nada más ajeno a un mediocre.



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