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domingo, 6 de septiembre de 2020

El que pierde su honestidad no tiene nada más que perder

El líder de los caballeros, profeta y predicador norteamericano, Warren Henning, visitó nuestra sede en Cuba en dos oportunidades. Tuvimos el inmerecido privilegio de su amistad. En los inicios del correo electrónico para la isla caribeña, él era uno de mis frecuentes destinatarios. Durante el año 2002 nos escribió varias veces. Nunca olvidaré su curioso pie de firma automático, que tanto me hacía pensar. Recogía las palabras del escritor inglés John Lyly (1554 -1606): “He that loseth his honesty hath nothing else to lose” (“El que pierde su honestidad no tiene nada más que perder”).

Vaya si hacía pensar; la honestidad…; el hombre promedio desestima su importancia. De hecho, la mayoría no advierte el peligroso momento en que la pierde, ese fugaz segundo en que se esfuma y, a la par, se abre la puerta que lleva a todas las desgracias.

Es mal primigenio entre todos los males. ¿Qué fue lo primero que desapareció en la vida de aquel viejo presidiario que consume hoy sus días entre rejas? ¿Cuál fue el punto en que comenzó la carrera descendente de ese reo que espera helado su traslado al patíbulo? El espectro de la degradación humana tendrá muchos rostros, pero el minuto en que comenzó aquel penoso rodar cuesta abajo fue el mismo para todos: tuvo que ver con el instante en que se perdió la honestidad. En este punto del camino todas las historias son iguales. Desde sus muchas nostalgias José Feliciano cantaba: “Se repite la historia/ solo cambia el actor…”.

La honestidad es la mayor de las riquezas. No hay impacto mayor que el que nos deja en la memoria un acto de honestidad. Entre el martes 7 y el sábado 11 de abril de 2015, en la bellísima ciudad de Holguín, oriente cubano, en el nivel de maestría, impartí la asignatura “Formación espiritual del siervo-líder” para la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios de América Latina. Me instalaron a diecisiete manzanas de la sede. No sé si leyó bien; dije diecisiete… Debía levantarme a las 5:00 a. m., oscuro todavía, y transportar a pie, a las 6:00 a. m., treinta libras, entre equipos y libros. Al amanecer del tercer día estaba devastado, y para alivio mío advertí al salir que, en aquel tenue albor, una bicicleta de alquiler, enviada del cielo, se acercaba. Acordé con aquel madrugador chofer un precio y salvamos la distancia. Al despedirme, en la esquina del Templo, le dije: “¿Ve esa iglesia?, allí doy las clases. Venga por aquí, le esperamos un día…”. Él se fue. Comencé a tocar la puerta. Oscuro todavía, nadie me abrió. Estuve tres minutos tocando, sin éxito alguno, cuando de pronto, veo en la distancia al hombre de la bicicleta que viene rumbo a mí, rodando veloz, con su brazo en alto, y diciéndome en la distancia algo que, por la distancia, no entendía. Cuando ya estaba cerca pude comprender: tenía en alto mi teléfono móvil, y me decía: “¡Se le quedó en el asiento de la bicicleta!”. Traté de compensar su noble gesto con algún dinero. No encontré forma de que lo aceptara. Admirado, le vi alejarse en la distancia. En ese momento abrieron la puerta del Templo…

Nunca olvidaré lo que aquel singular hombre me dijo al despedirse: “Mi padre me enseñó que lo que no es mío, no es mío…”. Los padres y la honestidad… No puede imaginarse la suerte que tenía de niño para encontrarme cosas de valor. Invariablemente mi padre me llevaba a devolverlas. Un día hallé una libreta de abastecimiento nueva. Los bandoleros del barrio las compraban a muy buen precio. Mi padre me llevó hasta la dirección de la casa donde vivía el hombre; era un anciano pequeño; le conocíamos del barrio como trabajador comunal, y vivía en la esquina de las calles Prado y Refugio; él se alegró mucho de recuperarla. Otro día me encontré una billetera con un buen dinero. Aquí las cosas se complicaban porque era hasta peligroso devolverlo y enfrentar la posible reclamación de un ingrato —abundan. Igual, fui a parar a la casa del hombre. Vaya con papá…

No son las ideologías las que hacen honestos a los hombres; son los padres; por eso la familia es el valor mayor, y quien la destruye, destruye la sociedad.

Por años visité cárceles. De niño vi personas condenadas a muerte. Una escena difícil, de la que no quiero hablar, fue la de una madre, que le decía a su hijo, a pocas horas de ser fusilado: “¡Cuántas veces te lo dije!” Primero mentiroso, luego ladrón, finalmente asesino…

¿Cuál es el punto del camino en que se cauteriza la conciencia y se hace irreversible la depravación? Es difícil decirlo, pero una cosa se puede asegurar, y es cómo comenzó todo, en aquella aciaga tarde, disipada ya en las nieblas del pasado, cuando impertérritos tuvimos en poco al mayor de los valores: la honestidad. A partir de ahí, todo fue descender, siguiendo la inexorable fórmula bíblica: “Un abismo llama a otro a la voz de sus cascadas…” (Sal. 42: 7a).

He visto tanta gente deshonesta, sin palabra, sin decoro o principios, que mienten por hábito. Muchos de ellos confesaron sus formulas de vida: “la honestidad empobrece”; “da asco ser honesto”; “es tonto ser honesto”; “nadie es honesto; ¿por qué yo?”. ¿No le resultan familiares esas palabras? Es verdad que, a veces, cuesta ser honesto, pero nunca se olvide que, entre los muchos precios que se pagan en la vida, no hay uno mayor que el de la deshonestidad. La razón también es bíblica: “sobre el alto vigila otro más alto, y uno más alto está sobre ellos” (Ec. 5: 8c); “Jehová es tardo para la ira y grande en poder, y no tendrá por inocente al culpable” (Nh. 1: 3).

Mi amigo G.R. era diácono de una iglesia, pese a lo cual cambiaba su cuota de cigarros con la botella de ron asignada, por arroz y leche condensada. El hecho parecía ingenuo en sí, pero en la lectura de Dios, que es la única que nos debe preocupar, no era así. Su hijo sufría asma intensa e irremediable. Una madrugaba, mientras hablaba con Dios, se develaron, delante de sus ojos, aquellas cortinas que nos ciegan justificando los actos sutilmente deshonestos de la vida. Se levantó, destruyó aquellos cancerígenos cigarros, vació en el drenaje la botella de ron, y hasta ese día el niño tuvo asma… No hay costos mayores que aquellos pagados por la deshonestidad. A mi amigo le estaba costando la salud de su hijo…

Sea honesto con los demás; sea honesto con usted mismo; sea honesto con Dios. No se deje engañar: el que perdió su honestidad “no tiene más nada que perder”, que mucha razón tenía aquel inglés que se llamó John Lyly, que mucha razón tenía mi viejo amigo norteamericano, Warren Henning.

 

 

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Warren Henning. Correspondencia, 2002.

RightAttitudes.com. Inspirational Quotations. “Inspirational Quotations on Honesty”. http://www.inspiration.rightattitudes.com/topics/honesty/ Accedido: 5 de septiembre de 2020, 4:00 PM.

M. Ruiza, T. Fernández y E. Tamaro, (2004). “Biografia de John Lyly”. En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona, (España). https://www.biografiasyvidas.com/biografia/l/lyly.htm Accedido: 5 de septiembre de 2020. 4:10 PM.




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