La persona más inmadura que conocí tenía 73 años. Se llamaba A.M, y dicho así, rápidamente, se burlaba hasta de su sombra. Vivía al lado de la Iglesia y por largos años nunca le oí hablar en serio acerca de algo . Tenía a su favor una innegable gracia natural. Le recuerdo regresando de un entierro. Compartíamos el mismo auto, cuando se le ocurrió comentar el discurso fúnebre de cierta dama, animando la escena con imitaciones que echaron abajo toda la seriedad del regreso; los demás no pudieron evitar desdoblarse de la risa. Recuerdo a aquel anciano como un ejemplo vivo de que se puede envejecer sin madurar.
He conocido jóvenes maduros. De hecho, la persona más madura que conocí, tenía veinticinco años. Vive aún; se llama J.O.P. Pocas personas han tenido un carácter tan consistente, y una resistencia tan alta a las presiones del trabajo diario. Me era admirable su persona toda. Hice lo posible por recibir su influencia, lo que no logré ni en sombras. Bueno…, a veces, en ciertas respuestas elevadas, proyecto su paso por mi vida. Fue un buen amigo, lejano ya, que me enseñó a enfrentar todo lo dramático de la muerte en mi compleja profesión.
Desde esa edad, en que se puede tener una visión panorámica de la vida, se aprende que la madurez y la edad son dos conceptos que no siempre convergen. Con frecuencia, cada una anda por su rumbo. Es verdad que los años propician la llegada de la madurez, pero la irreflexión, la ligereza y la hilaridad, pueden cerrar la puerta que se debe abrir a su llegada. Es falso que los golpes de la vida hagan madurar. Todos somos golpeados; unos deciden madurar, otros no. Qué hacer con esos embates que parecen derribarnos para siempre; cómo reaccionar a las embestidas brutales de la vida; nosotros lo decidimos. Conclusión: madurar o no, es algo que debes decidir.
me encantó. Muchas gracias estimado pastor y profesor
ResponderEliminarGracias mi amado hermano Rolando Pérez. Mucho aprecio sus palabras. Reciba mi más grande abrazo. Octavio y Elízabeth Ríos.
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