Puedo recordar aquel amanecer dominical de 1969. Mi maestro bíblico se llamaba Nelson; era un hermoso día soleado, y el entró al aula. Algo cansado se sentó. Le recuerdo como siempre, con una mirada reflexiva, sonriéndonos a todos discretamente. Aquella mañana, desde su mesa, comenzó la clase, diciéndonos. “Durante la Segunda Guerra Mundial, la noche antes de una gran batalla, un soldado se encontraba en un hoyo abierto por una bomba; allí meditaba...”. Se quedó entonces en suspenso, como dudoso de que lo hubiésemos entendido, y nos preguntó: “¿Saben lo que es meditar?”. Un silencio general fue la respuesta de aquel grupo de diez o doce niños que configurábamos la clase. Entonces nos dijo: “‘Meditar’ es pensar; el soldado estaba pensando”; y entonces agregó: “En aquella silenciosa espera él miró al cielo, vio las estrellas, y durante esa meditación encontró a Dios. Estuvo largo tiempo pensando y entonces escribió una carta. Al día siguiente tuvo lugar la batalla; de ese soldado solo quedó su bolsillo, y aquella carta...”. Y tomando una antigua hoja de papel impresa, el maestro nos leyó:
Escucha Dios:
Yo nunca hablé contigo.
Hoy quiero saludarte. ¿Cómo estás?
¿Sabes?, me decían que no existías,
y yo tonto, creí que era verdad.
Anoche, cuando estaba oculto
en un hoyo de granada
vi tu cielo.
¡Quién iba a decirme que para verte
bastaría tenderme de espaldas!
No sé si aún quieras darme la mano.
Al menos creo que me entiendes.
Es raro que no te haya encontrado antes,
sino en un infierno como este.
Pues bien, ya he dicho todo,
La ofensiva nos espera muy pronto.
Dios mío, no tengo miedo
Desde que descubrí
Que estabas cerca.
¡La señal! Bien, debo irme.
Olvidaba decirte… que te quiero.
El choque será terrible.
Esta noche, ¿quién sabe?
…Tal vez llegue al cielo.
Comprendo que no he sido
amigo tuyo, pero…
¿me esperas si hasta ti llego?
¡Cómo!... ¡Mira!... Estoy llorando
Tarde te descubrí.
¡Cuánto lo siento!
¡Qué raro!
Sin temor voy a la muerte (1).
Pocas personas aprovecharon mejor sus últimos minutos de vida que aquel soldado. Es la escuela del ladrón arrepentido que murió al lado de Jesús. Siguiendo tradiciones nacidas de documentos antiguos y de la oralidad del siglo primero, algunos aseguran que se llamaba Dimas o Demas. Otros prefieren llamarle “el ladrón bueno”. No lo era en verdad; su vida miserable le llevó allí. Cuántas cosas se agregarían a sus muchos latrocinios. No debemos recordarle como “el ladrón bueno”, sino como “el ladrón arrepentido”. Él nos enseñó desde la cruz algo muy grande: es posible en escasos minutos revocar el desastre de una vida entera. ¿Cómo lo sabemos? La respuesta de Jesús es luz definitiva acerca de cuánto puede cambiar, en los últimos momentos, el destino eterno de un hombre: “Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23: 43).
Parecía muy tarde para la experiencia salvadora. De este momento bíblico podemos aprender que no lo era. Tampoco lo era para aquel soldado anónimo que encontró a Dios mirando al cielo, en el hoyo abierto la víspera por una explosión de granada.
Tu hoyo de granada puede estar hoy en un hospital. Otros pasarán la noche en los rincones de un sombrío y soterrado calabozo. Para muchos las glorias pasadas se eclipsaron, y la noche, cargada de penumbras, les llegó. Cesaron los aplausos; solo quedó para ellos la mueca siniestra de un destino incierto. Es la noche, y el único escenario es ese hueco de granada, desde donde no es tarde para mirar al cielo. Se trata del destino eterno...
Es muy hermoso pensar cuánto se puede lograr en esos minutos en que está por caer el telón de la vida.
Desde ese hoyo sombrío en que vives hoy, mira al cielo, mira a Jesús. Nunca es tarde.
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(1) Octavio Ríos Verdecia. Aquel inolvidable ministerio. Tomo I. Columbus, EUA.: Independent Publishers, 2019, p. 26. En Amazon: https://www.amazon.com/gp/product/1794188797/ref=dbs_a_def_rwt_bibl_vppi_i12
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