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sábado, 18 de julio de 2020

En las memorias de mi bisabuelo, el sargento Florencio Leyva

Mi abuela materna, Leonor Leyva Torres, nació en la ciudad de Holguín, Cuba, en 1892. Tenía tres años en 1895, cuando su padre, Florencio Leyva, se alzó en armas, integrando el Regimiento de Holguín del Ejército Libertador. Combatió los tres años que duró la guerra de independencia bajo las órdenes del Mayor General Calixto García Íñiguez, devenido en Lugarteniente General tras la muerte en combate del Mayor General Antonio Maceo.
Conservo imágenes fotográficas del carné de hija de veterano que tenía; le servía para cobrar la pensión mensual. Lo hacía en el fastuoso banco principal de la calle Obrapía, en La Habana Vieja. A veces le acompañaba, con la motivación innegociable de subirme a los bancos de piedra del Parque Albear y pasar por entre los barrotes enrejados del inmenso edificio financiero.
Cuánto me hubiera gustado conocer a mi férreo bisabuelo. Participó en la épica toma de Las Tunas (para entonces Victoria de las Tunas); estuvo cerca de José Martí Zayas Bazán, y de Manuel Piedra Martel; participó en la decisiva toma de la Loma de San Juan. Fue parte de la gruesa tropa que aguardó en las afueras de Santiago de Cuba por el fin de la capitulación de España frente a Estados Unidos. Terminaría la guerra con el grado de sargento, afortunadamente con pocas cicatrices y muchas memorias.
Estas últimas me llegaron en el legado de la abuela. Cuando murió, en 1975, yo tenía doce años, y por ende cierta capacidad de razón. Leía un poco más de lo que puede esperarse por la edad, y se me despertaba de vez en cuando la curiosidad. Un día le pregunté acerca del comportamiento de los españoles y los norteamericanos con los campesinos de los campos en que se desplegaban militarmente. Regresaron entonces en su auxilio las memorias de su padre, el viejo veterano de tan memorables lides. Era así que me contaba:

Cuando los españoles acampaban, la comida que les sobraba se la regalaban a los campesinos que estaban cerca. Nunca entraban a una casa, y si necesitaban algo lo pedían. No les robaban a los campesinos.
Cuando los norteamericanos acampaban y terminaban de comer, enterraban la comida sobrante. No le daban nada a los campesinos; los miraban con reserva. La desconfianza era mutua: de ellos hacia los campesinos, y de los campesinos hacia ellos.

Nunca pregunté a mi abuela cómo hacían las tropas cubanas cuando llegaban a las pequeñas aldeas campesinas. Lo supe años después, leyendo copiosamente literatura de campaña con las memorias de la guerra de Manuel Piedra Martel, Enrique Loynaz del Castillo, Fermín Valdés Domínguez, Ángel Escalante, Bernabé Bouza, Ramón Roa y José Miró Argenter, entre otrosA través de esas lecturas se puede saber que  los cubanos llegaban a las casas de los campesinos desordenadamente, en estampida, dispersos, sin formación militar alguna; entraban sin pedir permiso y tomaban cuánta cosa sintieran que necesitaban. Era un auténtico saqueo, al que se opuso siempre, sin éxito significativo, la hidalguía del Mayor General Ignacio Agramonte, en la guerra anterior. En la guerra de independencia (1895-1898), tendrían "bandera blanca" para hacerlo por un decreto firmado por el General en Jefe, Máximo Gómez, que supeditaba todos los recursos del campo a la guerra. Ya no estaba Agramonte...
Raras lecturas las que termino haciendo de estas cosas: para los campesinos cubanos el acampar de los españoles en sus tierras solía ser bendición; la llegada de las tropas norteamericanas les era indiferente, y finalmente, el despliegue de las unidades cubanas en sus terrenos, se tornaba en una auténtica pesadilla. De la bendición a la pesadilla, pasando por la indiferencia. Qué transición...
Uno no sabe ni qué pensar, porque esa maestra, que es la historia, enseña que nadie fue peor con los cubanos que los propios cubanos. No necesito saber que Máximo Gómez perdonaba la vida a los españoles y fusilaba a sus compañeros de armas para pensar que, en muchos sentidos, hemos sido nuestro peor enemigo. Con hondo pesar lo creo.


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