Translate

jueves, 2 de julio de 2020

La vida y la muerte son de Dios

Siempre he creído en el valor de la ciencia, y en la intervención oportuna del médico que, en su haber, desvía el curso desfavorable de la enfermedad. Pero si le soy sincero, a veces veía cada cosa que me dejaban pensando si estar allí, en el cuerpo de guardia, hacía alguna diferencia (bromeo).
Entre 1987 y 1990, éramos residentes de Medicina Interna. En el último año ya, en el Hospital Clínico Quirúrgico Docente “General Calixto García”, con entrenamiento avanzado de Cuerpo de Guardia, nos movíamos todos con alta efectividad en áreas de urgencia, cuando en una memorable noche llegó un anciano acostado sobre una camilla, en coma. Mis amigos, los Dres. Eduardo Rodríguez de la Vega y Julio Blanco Trujillo, excelentes profesionales, muy capaces y diestros, hacían turno de guardia. Ambos se movieron de inmediato y entraron al anciano a Cuidados Especiales. Eduardo se dispuso a intubarlo, para facilitarle la respiración y Julio se colocó guantes quirúrgicos y empezó a buscarle una vena profunda. Comenzó la lucha; al cabo de un rato ni Eduardo había podido intubarlo ni Julio, sudoroso, encontraba la vena profunda. Así es que decidieron trazar un nuevo rumbo táctico: se invirtieron. Julio trataría de intubarlo y Eduardo buscaría la vena. Era algo así como “cansar al enemigo”. El viejito seguía en coma. Al cabo de otros cinco minutos ni Julio había podido intubar al anciano ni aparecía la vena profunda, pese a la probada pericia de mis amigos. Un último intento..., cuando de pronto, el viejito se sentó en la camilla, y gritó: “¡Está bueno ya...!” Se levantó de allí, y ante la mirada estupefacta de mis amigos salió por la puerta del Cuerpo de Guardia, y se fue..., hasta el sol de hoy. Huelga contar las bromas que tuvieron que soportar mis dos amigos la semana entera.
El Dr. José Lara Tuñón, vicedirector primero del mencionado hospital, ante mis quejas acerca de la falta de un departamento de historia en tan importante institución de salud, me decía: Lo que necesitamos es un relator,  y me animaba para que me pusiera en función de tal asunto. Como el tono del diálogo lo permitía le hacía saber que, en mi humilde opinión, no es lo mismo un historiador que un relator, que el historiador es un científico, y el relator una especie de “Tía Tata cuenta cuentos”; el Dr. Lara avanzaba entonces explicándome la importancia del registro anécdotico en el relator. Vaya forma en que lo hacía. Me contó entonces que, una vez, siendo ya especialista, avisaron que un paciente había fallecido en la sala Clínica Bajos; el residente de guardia fue y le hizo el certificado de defunción. La enfermera llamó a la ambulancia que debía transportarlo a la Morgue, y al parecer aquello era, administrativamente, asunto concluido. Al cabo de una hora, la enfermera advirtió que no se habían llevado el cadáver, y llamó otra vez a transporte, y en un tono de reclamo les preguntó: “¿Qué pasa que no han venido a buscar el cadáver?” La voz del que recibió la llamada le contestó: “¿El cadáver de Clínica Bajos...?; se lo llevaron hace una hora”. La enfermera, contrariada, replicó: “¡No, no se lo han llevado, está aquí!”. El jefe de turno pidió un momento para verificar, y contestó con el donaire propio de una misión cumplida: “El cadáver de Clínica Bajos está en la Morgue ya...”. Casi exasperada, la enfermera le dijo: “¡Óigame, el cadáver está aquí hace una hora!” Transporte colgó el auricular. Al minuto estaba la ambulancia en la sala. Se acercaron los dos ambulancieros a la enfermera, y el grupo se fue a la cama del paciente fallecido. Era algo así como discutir el asunto en el terreno mismo de los hechos. La enfermera, en un ejercicio de verdadero empirismo filosófico, les mostró el cadáver, y les dijo: “¡Aquí está!” Los ambulancieros, émulos de la remembranza histórica, le contestaron: “¡Pero ese no es el cadáver! El 'fallecido' era la ancianita que estaba aquí al lado con la boca abierta...” La enfermera tronó como un cañón de artillería: “¡Esa anciana no estaba fallecida!” Se hizo un suspenso en la escena, digno de una novela de Agatha Christie. Los ambulancieros, dos morenos sudorosos, se miraron entre sí, miraron a la enfermera, se volvieron a mirar entre sí..., y como un rayo salieron para la Morgue. Al abrir las puertas de la nevera, ahí estaba la ancianita. Llevaba cerca de una hora en el congelador. Seguía con la boca abierta. La sacaron con violencia, la cubrieron con cuanta manta encontraron, la regresaron a la sala, vino la guardia velozmente; nada, todo estaba bien; una ancianita fria. Al día siguiente le hicieron radiografías buscando neumonías, nada de nada. ¿Puede creer que ella nunca se enteró? Salvo perturbadores sueños que le harían creer que se encontraba en la Antártida, entre osos polares, aquello no trascendió, clínicamente hablando (1).
El Dr. Lara no me quiso contar qué hicieron con los ambulancieros...; habían pasado más de tres décadas desde entonces. Felizmente, ya eso no sucede. Lo cierto es que ese relato no me pareció muy persuasivo respecto a la pretensión de mi recordado vicedirector acerca de convertirme en el relator de la institución. Sabe, es que mi alma no se mueve bien con la crónica negra. Fue lo más cerca que estuvo el celebérrimo Hospital “Calixto García”, de tener en aquellos aciagos días de la década del 90, un historiador.
El Dr. Sergio Pérez Abalo, un gran profesor y amigo, todo un erudito en historiográfía de la Segunda Guerra Mundial, no sabía si reírse o llorar cuando, hace treinta años, los ambulancieros llegaron al hospital de San Cristóbal, en Pinar del Río y abrieron la puerta trasera de la ambulancia, para advertir que el paciente no estaba: se había caído, con camilla y todo, por el camino, en una sinuosidad de la carretera. Media hora después llegó, sin ninguna lesión, por cierto; ni siquiera un rasponazo (2).  
Discutía en una memorable oportunidad el Rev. Martín Oliva Baró con su esposa, Fe Montejo, a quien llevaba detrás, en su veloz motocicleta JAWA 250, de tecnología checa, por los curvos viales del campo, y mientras le interpelaba y le exigía su opinión sobre un asunto, notaba que ella no le contestaba; así es que se volvió y le dijo, muy airado: “¡Fe, estoy hablando contigo!” Cuál no sería su sorpresa al advertir que estaba solo en el motor. Había ‘soltado’ a Fe por el camino… No sufra el lector; a poco llegó Fe donde él, sin fracturas, con algunos moretones, en un Jeep que se la encontró sentada en el medio de la carretera (3) (4) (5).
El evangelista internacional cubano, Rafael Mendoza Lorenzo, en los pródromos de su conversión intentó ahorcarse tres veces. La primera vez la soga se rompió en pleno vuelo; en la segunda oportunidad el travesaño que usó de sostén tenía la madera podrida y se vino abajo, y en la tercera lo sorprendieron ya en el vestíbulo mismo del más allá. Sus familiares lo trajeron de regreso a este paradisíaco mundo.
El Rev. Alipio Pedraza Surí, de los campos centrales de Cuba, atentó contra su vida, un mes antes de conocer al Señor. Estuvo en coma más de una semana; no contaban con él. Pese a los sombríos pronósticos médicos, sobrevivió sin secuela.
A veces alguien no debía morir, y así fue, sin embargo. Poco antes de verticalizarme en Cuidados Intensivos tuvieron allí a un paciente politraumatizado debatiéndose entre la vida y la muerte por casi dos meses. Con mucha dificultad y largos tratamientos, sobrevivió. Al año, celebrando el día en que fue dado de alta, se emborrachó, tropezó en la calle, cayó de frente, su rostro fue a dar justo en una oquedad abierta en la vía, llena de agua y..., usted no lo creerá, pero se ahogó.
En 1991, le dieron el alta a un paciente asmático en la Unidad de Cuidados Intermedios (UCIM) del Hospital “General Calixto García”. Lo había exigido y se sentía bien. El equipo hizo una valoración colegiada y, previa radiología final normal, se envió al hogar con tratamiento. Al llegar a la puerta nos llamó; empezaba a sentirse mal; en la misma salida de la sala hizo un paro respiratorio. Pese a la violenta reanimación que recibió por un personal médico altamente entrenado, nada se pudo lograr.
En 1995, con mucho esfuerzo salvé, en la gracia de Dios, a un pobre diabético en cetoacidosis, completamente deshidratado. Ingentes cantidades de líquidos y altas dosis de insulina instilé por sus flácidas venas. Tardó una semana en recuperarse. Se pudo salvar; abandonó el hospital. A los seis meses volvió con una pequeña infección. En una hora murió.
Son tantas las rarezas que se ven en la práctica clínica que uno llega a hacerse muchas preguntas. Pacientes con un mal cáncer que hacen un extraño equilibrio con su tumor y sobreviven veinte años; los vi, y, en contraste, personas con discretos males que agonizan en minutos; también los vi. Gente que sobrevive en la más inhóspita montaña, mientras otros perecen inexplicablemente en instituciones de salud citadinas, respetadas, rodeados de asistencia médica calificada. Personas que, de acuerdo a su enfermedad, deben morir y no mueren, personas que no deben morir y mueren.
Creo en la ciencia. Prácticamente viví dentro de un hospital quince años; ejercí como médico graduado por más de diez, las más de las veces en unidades de asistencia al paciente crítico, rodeado de profesionales de la más alta calificación en el país, que se movían en planos a veces metaéticos, en un hospital emblema, por donde pasó lo que más valía y brillaba de la medicina y la cirugía nacional, pero, por grande que sea el valor que le dé a la práctica profesional, creo que el destino final de un ser humano está regulado desde esferas que están más allá de los humildes reductos humanos. La vida es algo muy complejo, y el minuto final en que debemos partir está fijado en el libro de Dios. Así escribió el hombre más sabio que existió, el rey Salomón: “No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte” (Ec. 8: 8a, b).
La Biblia tiene un mensaje de consuelo para todo aquel que deba pasar por la pena de despedir a un familiar que parte de este mundo. Tiene que ver con las palabras con que se presentó el Señor Jesús al apóstol Juan, en las visiones del Apocalipsis: “...No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Ap. 1: 17c, 18). 
No somos juguetes del arbitrio humano. Aquel que, por su experiencia personal con el Señor Jesús, conoció el evangelio y, por ende, nació de nuevo, no debe temer nunca acerca del momento en que ha de morir: su hora está prefijada en el anticipado conocimiento de Dios. Hasta ese día somos inmortales.



__________

(1) Dr. José Lara Tuñón. Diálogos en la Unidad de Cuidados Intermedios. Hospital Clínico Quirúrgico Docente “General Calixto García”. Diálogos, 1992.
(2) Dr. Sergio Pérez Abalo. Diálogos en la Unidad de Cuidados Intermedios. Hospital Clínico Quirúrgico Docente “General Calixto García”. Diálogos, 1992.
(3) Biria Legrá Jardines, entrevistada por Octavio Ríos, miércoles 5 de febrero de 2014, 6:00 PM.
(4) Nelsio Legrá, entrevistado por Octavio Ríos, correo electrónico, 13 de febrero de 2014, 12:43 AM.
(5) Octavio Ríos Verdecia. Historia de las Asambleas de Dios de Cuba. Tomo II, p. 216. EUA, Middletown, DE: Independents Publishers. Disponible en: https://www.amazon.com/gp/product/1792871546/ref=dbs_a_def_rwt_bibl_vppi_i14


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Su comentario a este artículo se recibe con respeto y gratitud.