Muchos pasan por alto la dimensión bíblica de este hombre porque aquella infausta tarde, cuando irrumpe en el escenario bíblico, todo es confusión. Se ha vivido para entonces la hora más oscura de la historia, y la atención se proyecta hacia la premura del sepulcro, en la víspera del día de reposo. Lo que está haciendo José de Arimatea casi es inadvertido. Se debía tomar una decisión acerca de qué hacer con el cuerpo del Señor, y él es rico, tiene un sepulcro en un huerto cercano, es un amigo, la Biblia dice que, secretamente, era discípulo de Jesús (Jn. 19: 38), y se sigue de largo...
Lo dramático y significativo del asunto no está en los gastos por hacer, sino en las consecuencias personales que tendrá identificarse con Cristo en aquel lúgubre momento. Gravitan con innoble peso la condenación de los judíos y la sentencia de Roma. Huelga decir lo que significará, ante todos, reclamar el cuerpo destrozado del vituperado judío, consumido por la más cruenta agonía entre ladrones confesos, y colocarlo en una propiedad personal. Todavía resuenan en los aires las voces iracundas que pidieron la muerte. Si usted lo piensa, en términos de seguridad personal, es momento para estar lejos de allí. La práctica totalidad de los discípulos, con excepción de Juan, lo están. El tímido José de Arimatea, contra toda expectativa, vive un instante de inusitada temeridad. Dice la Biblia que “...entró osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús” (Mr. 15: 43). “Osadamente”, porque esto tendrá consecuencias para él. Miembro noble del concilio, le costará ser orillado para siempre. Es un hombre inteligente, debe saberlo. Vivirá en lo adelante bajo la mirada oblicua de los judíos, que nunca perdonarán, que nunca olvidarán.
La identificación con Cristo lleva a inevitables enterramientos sociales, muy duros para nuestros hermanos del Oriente Medio y Corea del Norte, y de los que saben muy poco los que viven en culturas donde ser cristiano es una expresión de congruencia social.
La cruz y su cruento mensaje de dolor y muerte, están en las antípodas del despertar de vida que tendrá lugar en breve, a poco de sentarse el ángel sobre la piedra removida, en la alborada de la resurrección. Todavía José de Arimatea no lo sabe. Para él todo terminó; Jesús murió. Es la resurrección la que le dará sentido a todo, y nadie puede asumir que algo así ocurrirá. En tanto llegue esa hora nada tiene sentido.
Otro tanto nos pasa a nosotros. Hasta ese día en que rompa la aurora del amanecer eterno nos estaremos moviendo en un mar de inexplicables tragedias, pérdidas bruscas, golpes hirientes, privaciones no merecidas, oraciones no contestadas, críticas lacerantes, reposicionamientos indeseados... En los tales contextos seremos fieles, sin entender para nada el propósito de los azufrados abismos por cruzar.
Pocas horas después de la cruz tuvo lugar la resurrección. Entonces José de Arimatea comprendió... Quiero pensar que él estuvo en Pentecostés, y fue parte de aquellos que, en las colinas de Betania, despidieron al Rey de reyes en la ascensión gloriosa. Quiero pensar que, entonces, todo para él tuvo sentido, y al mirar atrás, alguien le oyó decir: “Valió la pena ser fiel”.
Las sacudidas tempestuosas de este lesivo mundo van a terminar; “...de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento” (Is. 65: 17). Del otro lado de la vida se descorrerán altas cortinas y se abrirán grandes libros. Lo oculto será revelado. Todo de pronto cobrará sentido en la ciudad celestial. Ese día no preguntarás nada, porque lo habrás entendido todo. Bendita esa hora, cercana ya, en que los ángeles te oirán decir: “Valió la pena ser fiel”.
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