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sábado, 13 de junio de 2020

Manuel Badell Sánchez, siempre radiante

Manuel Badell Sánchez
(1936-2000)
Manuel Badell vino como bendición a la vida en 1936. Era un gigante en todos los sentidos en que un ser humano puede serlo: seis pies de estatura, complexión robusta, brazos largos y fuertes, andar seguro; todo este conjunto lograba en él la expresión de un formidable guerrero de ébano. Sus grandes batallas no fueron, sin embargo, en el orden natural; era Badell un inigualable soldado de la oración, e hizo de esta arma el más formidable uso. Llegaba de su trabajo todos los días alrededor de las 3:00 o 4:00 PM e iba de rodillas a orar. Allí, me contaba la familia, estaba dos o tres horas en ininterrumpido hablar con Dios. Era su estilo de vida. Si no tenía que congregarse podía permanecer así el resto de la noche. Al trato personal irradiaba paz. Si fuera a dibujar la faz de un sol contento, para un libro de niños, usaría la memoria que tengo de él.
No intente recordarlo como un ser pasivo, en espera de que las cosas le lleguen. Trabajó duro, y levantó, en tiempos muy difíciles, con su esposa, Ana Esther Mooré, una familia de cuatro hijos: Lidia, Esteban, Eunice y Aimara. Los cuatro se hicieron médicos y sirven al Señor. No tenía una buena casa y se inició en obras de construcción —uno de los trabajos más fuertes que había en nuestro medio—; allí ganó después de dos o tres años de mucho esfuerzo, un buen apartamento para su familia.
Era diácono de la Iglesia más compleja de Cuba, en las Asambleas de Dios —la Iglesia Madre de Infanta y Santa Marta, Centro Habana, donde estaban las oficinas centrales—. Era también el presidente de los caballeros y el pastor de una importante casa-culto que estaba en su hogar, y que reunía semanalmente a todos los hermanos de El Vedado habanero que vivían cerca de él.
Terminaba 1990 y el autor era residente de tercer año de medicina interna. Luchaba por presentar la tesis de especialista, como requisito para el examen final. Mi único medio de impresión era una máquina de escribir, muy vieja ya, que aún conservo en La Habana, porque en ella hice la primera carta de amor a mi esposa. Era difícil que me aceptaran la tesis escrita en este humilde medio, tan gastado a fuerza de servir, así es que me fui a ver a mi amigo Manuel Badell. Él era programador de computadoras; significaba aquel trabajo un sacrificio de tiempo muy penoso para él. Me llamó a casa. Se quedó en su trabajo, en Nuevo Vedado. Me esperó a las 4:00 PM., y estuvo transcribiendo mi tesis, a mi lado, pacientemente, arduamente, ¡hasta las doce de la noche! Yo estaba muy apenado cuando terminamos. Él tenía que trabajar al otro día. Ante mi expresión en que se condensaban visiblemente la pena y la gratitud, me contestó con esa ancha sonrisa que recordaré siempre: “Ve y haz tú lo mismo” (Lu. 10:37). Desde entonces cada vez que hago algo grande por alguien, e intenta la persona, agradecida, gratificarme, me acuerdo de mi hermano Badell, de su ancha sonrisa, de su expresión de gozo inefable y de paz, y le repito entonces las mismas palabras que esa noche recibí de él, y que me ministraron más que diez sermones: “Ve y haz tú lo mismo”.
Mi tesis de especialista en medicina interna resultó ser la mejor de las que se presentaron, y alcanzó la máxima calificación. Tenía la bendición y la oración de mi amigo Badell.
 A mediados de la década de 1990 tuvo una gran discusión familiar con una de las hijas, y alguna que otra le dejó de hablar. Como presidente de los caballeros que era, tenía que participar en una convención presbiterial de su departamento, en la lejana Isla de la Juventud, y no quería irse así; de modo que reunió a toda la familia, hizo un culto de reconciliación, y se fue a la Isla de la Juventud a predicar… De aquella convención todos regresaron diciendo: ¡el mundo se acabó allí! ¡Tan grande fue la unción de Badell! Al regreso no hubo un caballero que no testificara que lo más notable de todo el evento, el momento cumbre en que más se sintió la gloria de Dios, fue en la predicación de Manuel Badell.
No hubo hermano en la fe que más disfrutara mis humildes progresos en el ministerio. Fui objeto permanente de su oración durante años. Cuidó mi testimonio con verdadero celo de padre.
En la madrugada del 18 de noviembre de 2000, dijo adiós a esta vida, y se fue con el Señor. Hizo la despedida, en una sentida ceremonia, el Rev. Jaime Rodríguez Fernández; al pie de la tumba, muy quebrantado, le dio el postrer adiós. Nidia Stuart, inigualable, elevó a los cielos en adoración el tema: “Paz”.
Conservo por escrito, las más de las veces de su propia mano, cada sentir que me dio. Su última nota, para 1995, la tengo en mi diario como una página de oro, que guardaré con amor toda la vida. Allí se lee:

El miércoles, cuando los hermanos te vieron subir al púlpito, hubo una ovación cerrada. Nadie se había puesto de acuerdo; yo me hice la pregunta: “¿por qué aplauden así?”; luego reflexioné y dije: “este es el lenguaje del Espíritu para decirle que son las gentes que están orando por él”.
El tema de la computación es hermoso, pero pasará. La hipertensión es algo molesto, pero pasará. La orden de nuestro Señor: “Id y predicad”, está y estará vigente.
Hay una América perdida en el pecado y la idolatría, y que están yendo a la eternidad sin Cristo, que espera por nosotros.
“Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria” (Is. 60: 1, 2).


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