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martes, 23 de junio de 2020

Los rusos en La Habana

Los rusos llenaron La Habana de mi infancia. Era posible verlos en las calles, fábricas, escuelas; te salían por doquier. Se abría el ascensor, y allí estaban. En ese caso los que salíamos éramos nosotros, bajo peligro de morir asfixiados. Imponían la necesidad de contener la respiración. Qué olorcito tenían… De todas las memorias que dejaron ninguna más indeleble; aquel olor… Los cubanitos incorporaron a la fraseología popular la expresión: «olor a ruso». Varias hipótesis explicaban el asunto; unos decían que no estaban acostumbrados a sudar. Otros alegaban cierta enemistad con los desodorantes… Lo cierto es que, al momento en que se les percibía llegar, todos los presentes hacían una respiración profunda que debía durar el tiempo del tránsito de ellos allí; toda una prueba de apnea. Tal vez por eso aquella generación de cubanos dio tan excelentes buzos.
Usaban los rusos unos zapatos inmensos de grandes. De ser necesario podían dormir de pie. Aprovechando el momento en que uno de ellos se sentó y cruzó la pierna, me recuerdo de niño, tratando de leer en la suela el número que usaba.
A decir verdad, no eran malas personas. Se comunicaban con jovialidad con los picarescos cubanos, y no rechazaban a los niños; pronto lo descubrimos. También supimos que traían chiclets de mascar saborizados, y aquello sí era una novedad. Puedo recordar cómo el grupo de mis compañeros de aula, que también eran cercanos en el barrio, se organizaban para salir en pos de ellos a fin de ver si podíamos conseguir aquellos soñados chiclets. Consultando a otros más perspicaces que nosotros, concluimos que la técnica más efectiva era hablarles en ruso. Hmmm…, en ruso. La alternativa era quedarnos sin chiclets, y no estábamos dispuestos a eso. Usted tenía que ver cómo ellos sacaban la cajita delante de nosotros, la abrían y se ponían a mascar aquella goma tan anhelada por los niños de La Habana. Espontáneamente no lo ofrecían; aquellos productos se nos insinuaban entonces como una presa inatrapable. Así es que, trazamos la consigna: si los chiclets no venían a nosotros, nosotros iríamos a los chiclets. Mis amigos Orlando, Rafael y yo, nos pusimos una tarde a la caza; no había que esperar mucho, estaban los rusos en todas partes, y pronto apareció el primer grupo. Si había una rusa maternal teníamos más posibilidades de éxito, y ese día nos sonrió la suerte: venía una en el grupo. Los dejamos acercarse, y ya a pocos pies de nosotros, ni corto ni perezoso, poniéndome a la cabeza del grupo, le dije al más grande, en perfecto ruso: «Tavarish…, ¡chiclets…!». Recordar que mi primera experiencia bilingüe fue en ruso ha sido siempre algo traumático para mí, pero eso se minimiza por el triunfo logrado: ¡los rusos nos sonrieron y nos regalaron una cajita! ¡Qué victoria!
Aquella experiencia nos animó, y nuestro equipo de trabajo —teníamos siete años cada uno— colegió que, en pro de nuevas victorias, lo aconsejable era perfeccionar nuestro ruso. Eso hicimos. El siguiente encuentro debían haberlo filmado esas gentes que se dedican a dar clases de idioma. Venía de frente el grupo de rusos nuevamente; este era otro; no los acompañaba ninguna rusa; en compensación a esa desventaja debíamos sublimar la pronunciación. Dudamos un instante y llegamos a pensar en la posibilidad de desistir en nuestro empeño, pero aquello significaba quedarnos sin chiclets, y no aceptábamos ese lúgubre destino. Así es que, nuevamente fui al ataque, pero esta vez con un ruso mejorado. Al acercarse el grupo, le dije a uno de rostro bondadoso: «Minyázavut Octavio; tavarish... ¡chiclets!» («Mi nombre es Octavio; compañero... ¡chiclets!»). Los rusos se quedaron paralizados mirándonos, cuando de pronto, estallaron en tremendas carcajadas; carcajadas rusas, por supuesto —los rusos se ríen en ruso—, y sacando la soñada cajita nos la dieron. Yo los miré con cara de «deje que se vayan que los voy a volver a sorprender», y cuando entre bromas se alejaban, les dije: «¡Dasvidania…!», que es el «good by» de los rusos. Otra vez sonaron grandes carcajadas.
Mis amigos me miraron con expresión suplicante, porque yo era el dueño de la cajita, y el instrumento bilingüe de aquella aventura. Teniendo en cuenta la importancia de la complicidad que ellos representaban compartimos el botín. Si quedaba alguna tirita extra entonces, con una cuchilla de afeitar marca Astra (también rusa) lo dividiríamos en tres. Nuestro equipo de trabajo tenía un alto sentido de la justicia.
El final del chiclets para nosotros determinaba el inicio de una nueva aventura. Debíamos, a la luz de las experiencias logradas, elaborar nuevas y más sofisticadas estrategias. Orlando era un negrito rumbero, muy simpático; le caía bien a todo el mundo; así es que le propusimos que probara. Al principio no quería, pero le hice pensar cuando dije: «…va y en vez de una caja nos dan dos». Aquel argumento irrefutable derrumbó sus resistencias. Comenzó la práctica; le hice repetir varias veces: «Minyázavut Orlando; tavarish ¡chicletsDasvidania…!», («mi nombre es Orlando; compañero ¡chiclets! Adiós...»), todo lentamente, para que lo fijara bien… Tras aquel ensayo, considerando que mi equipo técnico estaba listo, salimos a la búsqueda del primer ruso que anduviera caminando bajo el ardiente sol de mi amada Centro Habana cuando, a pocas manzanas de la escuela, ¡allí estaban! «Orlando… ¡listo para atacar!», le dije. «Déjame eso a mí, que le voy a tumbar tres cajas», nos dijo con el aire de seguridad propia de un domador de leones al que le dan a cuidar un perro sato. En la medida que se acercaban los rusos saboreábamos la victoria; era inminente aquel nuevo triunfo, ahora bajo la embestida lingüística de nuestro amigo Orlando, tan simpático, tan sociable.  Ya estaban cerca los susodichos, y con disimulo le di con el codo a mi amigo; este, ni corto ni perezoso le dijo al primer ruso que se puso a su alcance: «¡Yo yazanú Orlando! ¡Rusiskis…, chiclets tres!». Todavía no sé quién se quedó más estupefacto, si aquel ruso o yo; lo cierto es que tras un brevísimo suspenso que a mí me pareció una eternidad, aquel buen ruso, sonriente, abrió su cartera, y nos obsequió una cajita. Se alejaba rápido de allí, previendo que le hiciéramos un estrago mayor, cuando advertí a Orlando que no le había dicho: “¡Adiós!”, así es que le susurré: «¡Dasvidania…!, Orlando, ¡Dasvidania…!». Orlando me miró confundido, miró al ruso rápidamente, me volvió a mirar a mí, y volviéndose definitivamente al ruso le gritó, a todo pulmón: «¡Vaya con Ania…!».
Fue mi primer fracaso como profesor de idiomas. Mi equipo de trabajo, integrado por Orlando, Rafael, Ernesto, Carlos y Pepe, todos con siete años, reunidos en sesión extraordinaria, acordamos, por mayoría de votos, relegar a Orlando para otras funciones…
Inevitablemente, como niños, nos fijábamos en las pequeñas rusitas que venían en los grupos que abordábamos en nuestras aventuras, pero las encontrábamos raras. Temprano en la vida teníamos ya un ideal estético en nuestras compañeritas de aula. A la verdad parecían haber concentrado en nuestra sede toda la belleza de Centro Habana: Lissette, María, Maité, Maura, María Eugenia... Cuando ellas sonreían en clases era como si saliera el sol. Reunían en ciernes la belleza incomparable de la mujer cubana que alcanzaría su epítome en mi esposa, la mujer más bella que conocería nunca.

Cuando el canal era un río,
cuando el estanque era el mar,
y navegar era jugar con el viento,
era una sonrisa a tiempo... (1)

Los rusos se sentían seguros en La Habana; controlaban la fábrica de níquel de Moa, en el oriente cubano, donde creció mi esposa y trabajaba mi suegro; caminaban libres por las calles e interactuaban con la gente. Llenaron las tiendas de sus productos: zapatos plásticos rusos (Kikos), ventiladores rusos (Órbita), televisores rusos (Krim, Electrón y Caribe) con películas rusas y muñequitos rusos —¡estos últimos inolvidables!—; radios rusos (VEF 206 y Selena), con un programa fijo para aprender… ¡ruso!; lavadoras rusas (Aurika), cámaras fotográficas rusas (Zenit), relojes-pulsera rusos (Slava, Raketa, Poljot); libros rusos (Editorial Mir y Progreso), revistas rusas (Sputnik, Novedades de Moscú, Tiempos Nuevos, Mujer Soviética); automóviles rusos (Lada, Moskvich, Volga); camiones rusos (KamAZ), tractores rusos, motocicletas rusas (Verjovina, Karpati, Ural, Júpiter); máquinas de afeitar rusas, visores de diapositivas rusos (Anackon 2), planchas rusas, linteras rusas, baterías rusas, carne de lata rusa, y bueno…, mi verdadera área de interés: chiclets rusos…
Veinte mil técnicos soviéticos trabajaron en Cuba durante tres décadas; doscientos cincuenta mil cubanos estudiaron en la Unión Soviética (URSS). Los soviéticos penetraron la sociedad, el sistema educacional y la economía cubana toda. Usted podía adquirir cualquier producto con la seguridad de que, al volverlo, decía: «Hecho en la URSS»; en su defecto aparecía un inequívoco CCCP, que era el equivalente de URSS; todos sabíamos lo que significaba.
Siempre me parecieron, los rusos, personas grandes e ingenuas. Los que se comunicaban en español tenían muy buena pronunciación; hablaban lento, e inevitablemente me traían a la memoria al oso Prudencio; este era un actor que se disfrazaba de oso —llegaron a hacer un robot de él en el Pabellón Cuba—, y cerca de las nueve de la noche salía en el programa televisivo «Tránsito» del canal 6, que trataba temas de educación vial. El oso, paternalmente, decía al final, con voz ingenua, lenta y persuasiva: «Un accidente siempre puede evitarse...», y a cada rato algo así como «Pare», en alusión al Stop vial. Desde mi imaginación infantil mirar a un ruso era mirar al oso Prudencio.
Tenían una extraña costumbre los rusos, y era la de besar ceremonialmente a todo el mundo, no importaba si se trataba de un hombre o de una mujer. El beso que se espantaron Leonid Bretznet y Erich Honecker, presidentes de la Unión Soviética y de la República Democrática Alemana respectivamente, en Berlín, en 1979 le dio la vuelta al mundo. Aquello se veía rarísimo, para no decir otra cosa, y cuando los preguntones pedíamos explicaciones la respuesta argumental que nos daban los más encumbrados eruditos era bien sencilla: «¡Son rusos!», nos decían. Aquello del beso no funcionaba con los cubanos, por supuesto, y ellos estaban advertidos.
Más allá del preocupante beso, nunca congenió la cultura cubana con la ruso-soviética. Los insulares caribeños, dinámicos, ocurrentes, creativos y creyentes no lograron identificarse culturalmente —por más esfuerzo que se hizo— con los rusos lentos, torpes, ingenuos y ateos. Ellos se volvieron, de hecho, sinónimos de lo ininteligible. Para decir en Cuba que, algo escrito, no se podía comprender la gente decía: «está escrito en ruso». Para describir una caída tonta y desordenada, todos decían: «¡Katrinka..., que se despetronca...!». El poco refinamiento de los rusos les dejó para siempre entre los cubanos el apelativo de «bolos».
Mis diferencias con ellos alcanzaron un punto cenital en el primer año de la carrera de Medicina, en 1981, cuando una investigadora rusa, en el laboratorio experimental, le cortó la cabeza a un perro y se la empató en el cuello a otro... Me afectó mucho. Pasé la tarde en el aula pensando, y no sé en qué pensé más, si en la cabeza del perro o en el corazón de la rusa.
No solo llenaron el país de matrioshkas, por casi treinta años llevaron hasta el último rincón el más sórdido ateísmo. Hicieron de la Biblia un libro proscrito; bregaron ingentes para sacar del alma de los cubanos hasta el último vestigio de Dios, pero no quiero lastimar hoy los tiernos recuerdos de la infancia contándote lo que aquello significó.
Se fueron todos un día, y desampararon por completo, y de golpe, a la hermosa perla del Caribe. Colapsó súbitamente el 80% de la economía. Muchos cubanos se vieron de pronto comiendo gatos, tiñosas y ratas, pero esa es otra historia. Por favor..., otro día.


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(1) Joan Manuel Serrat. Barquito de papel. Del álbum Sinceramente teu (Sinceramente tuyo), 1986.


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