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viernes, 5 de junio de 2020

El verdadero problema

“La oración es un medio, no un fin”, así dijo aquella mañana Librado Hernández, un anciano de mi Iglesia, que dirigía los cultos de oración en el Templo central de las Asambleas de Dios de Cuba, en La Habana. Las breves palabras que daba solían tener mensajes increíbles. Uno de ellos fue ese; nos dijo aquel día: “La oración es un medio, no un fin”, y avanzó explicando: “La oración es el medio que le lleva a la presencia de Dios; allí el Señor le dice lo que debe hacer; entonces usted escoge: obedece o desobedece”. Se quedó callado entonces, y en aquel suspenso yo sentí que Librado me había resumido todos los libros de teología sistemática.
Obedecer a lo que Dios nos manda no solo es el fruto de una revelación personal clara que nos llega a través de la oración; más que eso, es la expresión más alta del amor a Cristo y de la madurez cristiana. Jesús dijo a sus discípulos: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15: 14).
Hoy día, Dios le habla a mucha gente. Es curioso cuántos se hacen los que no lo oyen. Creo que el cristiano promedio sabe lo que Dios quiere. El problema no descansa en la capacidad de recibir la revelación sino en la decisión de obedecer, porque muchas veces lo que Dios pide, duele. En 1992 moría de hambre mi pueblo. Conseguí con mucho trabajo una pequeña lata de sardinas. Regresaba a casa, cuando tropecé con José Berland, un entusiasta hermano de mi Iglesia. Se estaba cayendo; sudaba, no había comido en días; pronto supe, al orar por él, lo que Dios me pedía. No crea que fue sencillo hacerlo: le llevé a casa; mi noble esposa dividiría la pequeña lata no en dos, sino en tres...
Hay una persona que quiero conocer cuando llegue al cielo; no…, ya sé que está pensando en Abraham y en David, ¡claro que quiero conocerlos!; ¡será grandioso!, pero no me refiero a ellos; se trata de uno pequeño y escondido en la historia bíblica: es Onesíforo, y el asunto tiene que ver con las palabras que Pablo le dedica: “Tenga el Señor misericordia de la casa de Onesíforo, porque muchas veces me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas, sino que cuando estuvo en Roma, me buscó solícitamente y me halló. Concédale el Señor que halle misericordia cerca del Señor en aquel día. Y cuánto nos ayudó en Éfeso, tú lo sabes mejor” (II Ti. 1: 16-18). Onesíforo no sabía que su nombre se escribiría en la Biblia; no estaba en pos de un marketing personal. Solo oyó a Dios…, y buscó a Pablo. Lo encontró solo y encadenado a soldados romanos que le mirarían con hostilidad. Hasta allí llevó Onesíforo el difícil ministerio de confortar. ¿Alguien le dijo que será fácil obedecer? ¿Cómo puedes saber, bíblicamente, lo difícil que es? Es sencillo de calcular: ¿sabe a cuántas personas el Espíritu Santo les dijo que fueran donde Pablo?; ¿cuántos fueron? ¡Uno! Onesíforo…, ¡lo quiero conocer! ¿¡Quién pudo ser aquel a quien Dios envió para confortar al hombre de los nueve dones y los cinco ministerios, a Pablo, el más grande apóstol del evangelio a los gentiles!?
Hay un ángel en el cielo a quien quiero ver; no…, no, ya sé que está pensando en Miguel y en Gabriel, ¡claro que quiero conocerlos!, ¡será grandioso!, pero no me refiero a ellos; se trata de alguien que muchas veces me viene al corazón: es el ángel que estuvo en Getsemaní con el Señor. ¡¿Quién pudo ser enviado por Dios, desde el cielo, a una misión como la de fortalecer a Jesús!? Era el minuto más complejo de la historia, y tuvo que atravesar aquel querubín una tenebrosa atmosfera cargada de inmensas tinieblas, para enfrentarse después, a la más triste angustia del Hijo de Dios… ¿Sobre quién vino una misión tan delicada? ¿¡Quién fue aquel ser que, movido por célica obediencia, alcanzó a romper la inmensa oscuridad, y con su gloria llenó el huerto!? “Y se le apareció un ángel del cielo…” (Lc. 22: 43a). Muchas veces pienso en él...
Es el más grande ministerio que puede venir a la vida: el de confortar a alguien, y supone un problema con Dios; no es el de oírle, es el de obedecerle...


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