Hombradía. En aquella “década prodigiosa” de 1960 era el valor más grande que nos inculcaban a los niños. Penosamente se relega, cada vez más, a los confines de una curiosidad museológica en este trepidante galopar hacia la destrucción total de los valores.
En mi generación escasearon pianistas y bailarines. Eran ocupaciones vetadas para un hombre. Los referentes de virtud e hidalguía para Cuba eran Ignacio Agramonte, «el más bizarro caballero de la República», y Antonio Maceo, «el titán de bronce», ambos en el más alto rango del Ejército Libertador.
Perdura el recuerdo de aquellas horas, en que los generales no mandaban a sus soldados a morir, morían con ellos. Eran los tiempos en que la escolta de Máximo Gómez vivía sofocada, porque, a la par que este ordenaba la carga, salía desbocado en su caballo, como el primer jinete de la avalancha. Eran los tiempos en que un pueblo valía más que un hombre, y un hombre era más que su palabra.
Serafín Sánchez Valdivia (1846-1896), llegó a ser el tercer general de la guerra. El 18 de noviembre de 1896, en la batalla de Paso de las Damas, mientras estaba sobre su caballo, fue alcanzado por un pesado proyectil que le cercenó la arteria aorta. No pidió ayuda. De un plumazo evaluó el rango de aquella herida, y al advertir la llegada del final, pronunció la última orden con que se recuerda a este modelo de hombradía espirituana: “¡Me han matado…! Eso no es nada, siga la marcha” (1) (2).
Es extraño que piense en aquellos tiempos como si los hubiera vivido, con un sentido de añoranza, tal vez porque extraño a esa clase de hombres. Si, ya sé cuál es el adjetivo que acompaña al dedo que levanta: “¡machismo!, ¡homofobia!”. Ajuste el control de su semántica: no se llama machismo u homofobia; se llama hombradía, y es un valor que se pretende desconocer. Lo necesitaron los jóvenes que desembarcaron en Normandía, el 6 de junio de 1944. Los héroes de aquel día D, se movieron en el más denso infierno de artillería alemana desatado contra ellos en lo que fue la operación anfibia más grande de la historia. Murieron miles en los minutos que precedieron a la ocupación de la costa. En aquel momento supremo en que, irrenunciables, tocaron la orilla, el mundo lo supo: la guerra estaba decidida. Muchos de aquellos soldados no rebasaban los veinte años, pero no fueron niños en lloriqueo, o criaturas feminoides los que desembarcaron allí, en la costa francesa de Omaha Beach. Fueron Hombres. Los anales que registran aquellos hechos les recuerda como “la gran generación” (3).
José Martí pasa a la historia como el más preclaro pensador cubano. Al escribir alcanzó a todos los estratos humanos. Los tabaqueros de Tampa le entendieron, a la par de Rubén Darío, el eximio poeta nicaragüense que, a su muerte en batalla, escribió conmovido lo que siempre he pensado pudo ser el más grande epitafio: “¡Qué hiciste, Maestro!”. También le entendieron los niños. A ellos les legó su percepción de la vida, y su modelo de la hombradía temprana:
Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. Sin las niñas no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz. El niño ha de trabajar, de andar, de estudiar, de ser fuerte, de ser hermoso: el niño puede hacerse hermoso aunque sea feo; un niño bueno, inteligente y aseado es siempre hermoso. Pero nunca es un niño más bello que cuando trae en sus manecitas de hombre fuerte una flor para su amiga, o cuando lleva del brazo a su hermana, para que nadie se la ofenda: el niño crece entonces, y parece un gigante: el niño nace para caballero, y la niña nace para madre. Este periódico se publica para conversar una vez al mes, como buenos amigos, con los caballeros de mañana, y con las madres de mañana: para contarles a las niñas cuentos lindos con que entretener a sus visitas y jugar con sus muñecas; y para decirles a los niños lo que deben saber para ser de veras hombres (4).
Nada más bíblico que la hombradía. David fue el rey más grande que tuvo Israel. Delante de amedrentadas tropas él derribó al más gigantesco paladín filisteo, Goliat (I S. 17: 49-51). A la cabeza del ejército tomó Jerusalén de los jebuseos (I Cr. 11: 4, 5), expandió las fronteras a límites inimaginables, y puso impuestos a sus enemigos. Hasta hoy su estrella está en la bandera. Ese referente en la historia, de cuya casa y descendencia nació Jesús, en la indicación postrera que hiciera a su hijo Salomón, al tiempo que legaba el trono, dijo palabras que, por su importancia, perduran en el registro bíblico: “Yo sigo el camino de todos en la tierra; esfuérzate, y sé hombre” (I Re. 2:2).
Pablo, el apóstol de los gentiles, tan pertinente hoy día en que la iglesia está, como nunca, a la expectativa del rapto (I Ts. 4: 16, 17), escribió a los desordenados corintios, y apuntó al tema cuando les ordenó enfáticamente: “…portaos varonilmente, y esforzaos” (I Co. 16:13 c, d).
Tales perspectivas, llenas de la mayor nobleza, no parecen estar muy a tono con la percepción moderna de algunos que tienen por meta un reinvento moral de la sociedad. A veces la iglesia cree que, tras caerse las barreras de la hostilidad e intolerancia a la predicación y al culto libre, terminó la oposición. Debo decirte que, mientras estés en este mundo, si expresas una fe consecuente, que descanse en los fundamentos de la Palabra, estarás nadando contra la corriente. Te volverás incómodo, impopular y para nada aceptado. Pensando tal vez en eso nos decía un día mi pastor, el Rev. Hugo Vidal: “Si para algo hace falta ser un carácter es para ser cristiano”. Es el precio del siervo. Jesús enseñó: “El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn. 15:20b). Para Alas en el corazón, escrito por encargo del superintendente general de Cuba, Rev. Eliseo Villar Acosta, en 2016, escribí, en el acápite concerniente al epílogo de un gigante de la fe:
La vida del pastor y misionero Onelio González Figueredo tiene para el entendido una sola lectura: el verdadero siervo sufre. Desconfíe de la espuma que se arremolina con hilaridad, y sube pretenciosa, anunciando una sustancia que no tiene. Desconfíe porque solo es eso: espuma. No busque al siervo en el trono; no es lugar para él. Cuando lo quiera encontrar diríjase al yunque; allí le verá golpeado de la forma más inclemente, con la pesada maza de la infamación, la cárcel, compartiendo los vituperios de Cristo, a cuya semejanza está siendo formado, muchas veces en un estado de perenne soledad. Desconfíe de aquel que vaga triunfal e impertérrito por la senda ancha. No son los derroteros del siervo. Cuando lo olvide, recuerde la vida de Onelio.
Una y otra vez Aquél que le llamó ha tenido que recomponer los jirones de su alma porque sería la suya la voz más alta del evangelio en la Amazonía ecuatoriana. Estaba destinado por Dios para enfrentar caciques de dura cerviz, en el más cerrado paganismo amerindio, escarpada montaña para subir la cual le preparó el Señor. Como Maestro incomparable del cielo, sabía Dios que no podía cincelar el alma de este siervo en seminarios palaciegos climatizados, ornados de estabilidad. Su currículum, nunca homologable con el de instituto alguno, serían las cárceles hacinadas, las destituciones deshonrosas, los rechazos crueles, las estrecheces claustrofóbicas, las penurias lacerantes, los golpes demoledores, tras los cuales el siervo estuvo listo, graduado y calificado para el hórrido escenario ministerial de la Amazonía.
Las peores fieras de la selva respetaron su paso cansado. Los más salvajes plantígrados se hicieron esa tarde criaturas inermes que contemplaron curiosas su andar solitario. La boa, discreta, regresó a su nido. La tarántula y el alacrán negro retrajeron su ponzoña, y el Pastaza cabrilleante, en sus díscolos recodos, se negó a tragarlo, y le devolvió respetuoso a la orilla, donde le aguardaban las flores naturales, que hicieron más vivos sus colores, en confesa expresión de simpatía (5).
Es la hombradía del siervo, del misionero, del ministro llamado por Dios para vivir a la semejanza de Su Hijo Jesús: “varón de dolores” (Is. 53:3); “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Sal. 45:2); “el varón cuyo nombre es el Renuevo” (Zac. 6:12); “…el hijo de hombre que para ti afirmaste” (Sal. 80:17).
Antes de mirarlo como una reminiscencia cultural, un apéndice en la memoria ancestral de los abuelos, una moneda devaluada, o un legado anquilosado con tintes de descrédito, recuerde: es un valor humano, es un valor social y es un valor bíblico, indispensable para la virtud, el evangelio y el equilibrio todo de la vida: se llama hombradía.
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(1) Enrique Loynaz del Castillo. Memorias de la guerra. Ciudad de La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. 1era ed. 1989, p. 388.
Accedido: 27 de abril de 2020, 8:27 AM.