Históricamente las sociedades confesionalmente ateas se han debatido entre fracasos económicos y frustraciones sociales. Las pueblos que se erigieron como vanguardias de la humanidad, comenzando por los Estados Unidos, sentaron sus bases sobre cimientos fuertemente cristianos. La constitución y la cartilla escolar de la gran patria de Lincoln brotó con noble fuerza del puritanismo inglés de los «Padres Peregrinos del Mayflower».
Cuando se cierra el caminos al Evangelio de Jesucristo se abre paso a la depravación humana y a la violencia. El Espíritu Santo es la única y definitiva fuerza de contención frente a todas las avalanchas del mal. Todos los milagros y transformaciones que expresa un alma resurrecta fueron obra del Espíritu Santo. Él representa a Dios en la tierra y no puede ser ignorado, como tantos inconsultos pretenden hacer desde los estrados del liderazgo social.
Las sociedades ateas tienen la llave que abre la puerta del hermético calabozo en que viven, y no la quieren usar. Aman demasiado sus tinieblas, mientras nada les importan sus pueblos, reducidos a la miseria en un mar de pobreza planificada.
Separar la Iglesia del Estado no significa que persona alguna, desde el poder ejecutivo, legislativo o judicial tenga la libertad de ignorar al Rey de reyes y Señor de señores. A ese Jesús, Dios «le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2: 9-11).
No queda nada por decir a esas sociedades sumidas en el fracaso, la pobreza y la violencia. El único camino está trazado en el Santo Libro de Dios: «Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más» (Is. 45: 22).
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