Se deforma la barra de hierro que usas como palanca.
Se deforman los muelles que conectan los vagones de carga.
Se deforma el árbol bajo el peso de las ramas.
Las cargas deforman.
Los vi por casi cuarenta años en mi lejana tierra. Eran humildes, fraternos, empáticos…, hasta que sobre ellos venía la carga de un cargo. En poco tiempo se deformaban. Los humildes se reducían a la condición del envanecido; el comprensivo y paciente se volvía intolerante; el sano y sencillo se doblaba en un retorcido espiral de conflictos. Muchos perdían la alegría y, finalmente, terminaban amargados.
La deformidad se hacía mayor cuando el que recibía la carga no era una persona experimentada, y no se cumplía, por ende, la máxima bíblica acerca de no dar cargos al neófito (I Ti. 3: 6).
En lo común los cargos producen un extraño y peligroso sentido de inmunidad. En el mundo empujan a la deformidad del dictador. En la Iglesia, al extraño creer de que tendrán respaldo del cielo no importa lo que hagan, en olvido tácito de que el compromiso de Dios no es con los cargos, sino con Su Palabra.
Lea las historias de Jeroboam y Pasur; de Diótrefes y Caifás. Deformados, más que deformados…
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