No aparece en los Salmos. No está en el libro de Jeremías, ni siquiera en sus Lamentaciones, como podría esperarse. Son palabras de Isaías. Es todo un lamento querellante frente a un mundo impenitente. Están dirigidas al Padre: “¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes (…)!” (Is. 64: 1).
Lejanos están aquellos días. El caos creció. Nuevos imperios se disputan naciones. Las cátedras de moralidad están ocupadas por perversos. Asistimos a los minutos finales de la historia, con sus pandemias de abortos, crímenes, divorcios; crecen los cohechos, y con ellos colapsa la justicia.
El bíblico temor a Dios es la más lejana reminiscencia. El mundo, como nunca, desafía al Rey de los cielos; al único sabio y soberano, alto e inmortal, trascendente, invisible; y esta mañana, en el corazón de cada hombre piadoso de la tierra brota como ayer aquel pesar: “¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes (…)!”.
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