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sábado, 21 de noviembre de 2020

Gavilondo

Era el profesor Jorge Gavilondo un anciano de apariencia imponente, con una mirada dura y penetrante, alto, fuerte, de ojos azules, mirada inteligente, nariz aguileña, pelo blanco como la nieve y andar seguro. Tenía un fuerte acento anglo; los Estados Unidos habían dejado huellas en su formación profesional y laboral. Reunía en sí, al presentarse, toda la expresión de un anciano venerable. 

Mi profesora básica de Radiología era la Dra Aleida Zaldo. El Pr Gavilondo me impartiría dos o tres clases, en el contexto de algunos ajustes de claustro, en el pabellón mismo de Radiología, que es el primero ubicado delante y a la derecha, al entrar por la puerta principal del Hospital Clínico Quirúrgico “General Calixto García”, en El Vedado habanero.

Era mi tercer año de la carrera de Medicina, en 1983, y recuerdo de aquellos lejanos días una historia que nos contó el profesor Gavilondo, en su clase de Radiología, sobre lo difícil que le fue estudiar. Nos dijo: “Pacientemente reuní, centavo a centavo, un pequeño fondo para comprar mis libros de medicina. Esta pequeña cantidad alcanzó para el pago inicial, una especie de crédito. Pude hacer dos o tres pagos más, y de pronto me vi en una crisis tal que, por más que me esforcé, no pude pagar más. Perdí los libros y perdí el dinero…”.

Percibí la carga sentimental de aquella historia, y me ensombrecí, pero algunos se rieron. “No se rían”, les dijo muy serio el viejo profesor. “Esa fue una de las experiencias más dolorosas de mi vida”, sentenció finalmente.

Por alguna razón aquellas palabras se quedaron en el recuerdo; nunca las he olvidado. Desde entonces, cuando pienso en alguien que lo perdió todo, recuerdo la tristeza del profesor Gavilondo. Ha tenido un efecto proverbial en mí.

Las pérdidas son un mal inevitable en la vida. A veces, por sus dimensiones, llegan a ser brutales. Persona alguna las puede evitar: perdemos a los padres, se va la juventud, se aleja la gente buena. A muchos les abandonan la salud, el trabajo y el dinero, que es el camino más seguro para que también les abandonen los amigos.

Las pérdidas son el capítulo más doloroso de la vida, y todos las tendremos que sufrir. Para muchos significa el naufragio definitivo. Solo el evangelio del poder, el amor y la gracia de Dios en Cristo Jesús, nos prepara para tan cruenta experiencia, y de ella aprendemos que “…tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (II Co. 4: 7-9). 




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