Pudo venir de Groenlandia, en una de tantas expediciones vikingas, o tal vez fue un siberiano…
Le precedieron cientos de ellos que nunca llegaron. Movidos a una por el instinto expansivo de los humanos, buscaban mundos nuevos y sus delgadas piraguas eran asiento seguro solo durante el corto tiempo en que los golpes de agua les permitían flotar. Carentes de brújulas, astrolabios, sextantes, toda la orientación dependería de discernir entre los rumbos de las aves viajeras, el movimiento de las manchas de peces y los sutiles instintos marinos, aguzados a fuerza de estudiar el color de las aguas.
Muchos perecieron, hasta un día; aquel en que absorto con la vista de una costa que se insinuaba, un atrevido navegante arreció el movimiento de su remo, hasta el instante supremo en que su canoa encalló. ¿Qué hora sería?
Anduvo semanas vagando rumbo sur, por los hielos de Alaska, si vino de Siberia; por los vacíos congelados de Terranova, si navegó desde Groenlandia. Llegando a tierra verde, quedaría deslumbrado por acantilados que precipitaban desde sí cascadas de ignotos ríos, a cuyas orillas se humedecían jardines de flores naturales. Tocaría con sus manos la tierra nueva, e inclinado sobre ella, daría gracias…
En aquel siberiano esforzado, o en aquel vikingo desafiante, intrépido y feliz, estuvo el verdadero descubrimiento de América.
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