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lunes, 16 de noviembre de 2020

Cristóbal Colón

Recuérdese con respeto ese nombre. Pocos hombres determinaron cambios tan grandes en los destinos del mundo como aquel soñador almirante genovés. De sus frágiles carabelas de sencillo velamen hay réplicas en Palos de la Frontera, Andalucía. En ellas se lanzó a una de las más inciertas aventuras de la historia: la circunnavegación de la tierra en una dirección ignota buscando trazar un nuevo itinerario hacia Las Indias. Cuando el 12 de octubre de 1492, desembarcó en la isla de Guanahaní, en Las Bahamas, la historia había cambiado para siempre. Se abría un capítulo nuevo que iba más allá de un simple encuentro entre culturas; era la expansión de la civilización y del evangelio.

Con tristeza nos tocó ver en los recientes noticieros el derribo de sus estatuas, y de representaciones alusivas al descubrimiento, realizado por aquellas temerarias expediciones. Más allá de las atrocidades que pudieron realizar algunos de los desalmados iberos que alcanzaron costas americanas, a aquellos valientes españoles debemos mucho.

Piense en lo que fueron las civilizaciones que encontraron. Considérense las prácticas aztecas en la civilizada Tenochtitlán, en el gran templo dedicado a Huitzilopochtli, dios del sol y la guerra, acerca de asesinar prisioneros de guerra, sacándoles vivos sus corazones, que, palpitantes aún, eran sostenidos por los sacerdotes, mientras el resto del cuerpo era lanzando desde lo alto del teocalli, a fin de ser descuartizado, y asado en el más morboso festín de canibalismo. En la inauguración de ese templo se hicieron setenta mil ejecuciones. Piense por un instante, en los sacrificios de niños que exigía el dios Tláloc; piense que aquellas culturas no eximían a mujeres embarazadas de las matanzas rituales. Hernán Cortés, que era un feroz hombre de guerra, terminó espantado con las cosas que vio.

Si el patrón bíblico evidencia a Dios juzgando las maldades de una civilización con otra, debemos entender que Dios juzgó a aquella lejana América indígena. En ella estaba el más desalmado paganismo. Los ciegos o los manipuladores políticos del anarquismo y el terrorismo, como el moderno Antifa, que se dedica a derribar estatuas de Colón o de los padres de la gran nación americana, solo ven los desórdenes de la conquista, y luchan para poner a un lado las atrocidades aztecas y mesoamericanas; tratan de silenciar las voces que rescatan las contribuciones de aquel viejo mundo. Eran las culturas que encontraron los españoles lo más depravado que pueda imaginarse o entenderse; existían sin sombra de humanidad. Las más pacíficas, como los taínos cubanos, andaban totalmente desnudos, al decir de los conquistadores: “como su madre los parió”. Los incas del Perú no conocían siquiera la rueda o el alfabeto.

Estos hechos son bien conocidos. Están descritos y documentados por historiadores y arqueólogos, y cada vez que los leo siento el impulso de buscar la más cercana estatua de Cristóbal Colón, para, de algún modo, expresar respeto.

Por favor, no derribe las estatuas de aquel marino genovés; al hacerlo aplastará la flor que allí coloqué.




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