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viernes, 20 de noviembre de 2020

Dos fiestas, una va a continuar, la otra no

Me llaman la atención. Son dos fiestas diferentes. La primera tiene que ver con la escena que se desarrolla en la parábola del hijo pródigo. Este hizo un desperdicio total de toda la herencia. En harapos, reacciona, “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre…” (Lc. 15: 17, 18). A la par que sus despojos se mueven en el camino, el padre lo ve en la distancia, “…y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó (v. 20), y ordenó de inmediato a sus siervos: 'Hagamos fiesta'” (v. 23).

El hermano de aquel que regresó, se enojó mucho, y trabajó en el ánimo de su padre para detener la fiesta; de hecho, no quería entrar. Con esto no resolvió nada. Aquella fiesta no se podía detener porque había nacido en el amor de aquel padre. No se trataba del alborozo irreflexivo de un hato de patanes ebrios; en aquellos tamboriles retumbantes que hacían de fondo al shofar, estaban amalgamadas, en un mar de amor, las muchas misericordias de un padre. Aquella gran celebración nadie la podía detener.

Hay otra fiesta en la Biblia. El rey Belsasar reúne en ella a mil príncipes, y los convida a beber. Era una de las orgías que solían hacer. Ya ebrios todos, el rey mandó traer “los vasos de oro y de plata que Nabucodonosor su padre había traído del templo de Jerusalén, para que bebiesen en ellos el rey y sus grandes, sus mujeres y sus concubinas” (Dn. 5: 2). Es toda una fiesta. Reina en ella un desorden que se diluye en un caos moral, al que ahora se agrega la blasfemia. En los vasos sagrados del Templo de Jerusalén “bebieron vino, y alabaron a los dioses de oro y de plata, de bronce, de hierro, de madera y de piedra” (v. 4). Se sentían seguros, y creyeron que no les iba a pasar nada…

“En aquella misma hora aparecieron los dedos de una mano de hombre, que escribía delante del candelero sobre lo encalado de la pared del palacio real, y el rey veía la mano que escribía (v. 5). Sobre la pared aparecieron las palabras: “MENE, MENE, TEKEL, UPARSIN” (v. 25). Nadie lo entendió. “Entonces el rey palideció, y sus pensamientos lo turbaron, y se debilitaron sus lomos, y sus rodillas daban la una contra la otra” (v. 6). “El rey gritó en alta voz que hiciesen venir magos, caldeos y adivinos…”, pero persona alguna pudo descifrar aquel enigma (v. 7). Una vez más fue necesario traer al profeta Daniel. Este hizo la interpretación: “Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin”. “Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto”. “Tu reino ha sido roto, y dado a los medos y a los persas” (vv. 26-28). 

Murió Belsasar, los persas invadieron y tomaron el reino. Todo ocurrió esa misma noche. Dios terminó aquella fiesta.

 

La primera fiesta no se podrá detener; la sostiene el amor del Padre; con ella expresa su sentido de la justicia que se íntegra en la más compasiva misericordia. La segunda fiesta está condenada. Por más seguros que se sientan los que están allí, “toda injusticia es pecado” (I Jn. 5: 17). Sí que es grande el poder de los que la celebran; es una posición desde la que la gente olvida que “sobre el alto vigila otro más alto, y uno más alto está sobre ellos” (Ec. 5: 8). 

Tenga cuidado con los móviles que llevan a la fiesta, porque no todas podrán continuar. Algunas ni siquiera empezarán. En diciembre de 2007, organicé, en La Habana, una actividad multitudinaria en un estadio. No era la primera, fui secretario nacional de evangelismo; mi hoja de servicios estaba llena, y me avalaba. Tenía los permisos de las autoridades sociales, del superintendente del distrito y del vicesuperintendente general. Un alto líder montó en cólera, al parecer porque el predicador no era él (tampoco era yo). Reunió a un grupo que pudiera manipular, y fui citado, reconvenido, calumniado, injuriado; de haber podido me hubieran escupido. Fui odiado por aquel grupo con odios que no son de este mundo. Después de estar todo organizado la actividad fue cancelada, para beneplácito de los enemigos de la fe, que tenían en ellos magnos representantes. Aquel líder decidió asumir una actividad así. Con hondo cinismo usó para ella el mismo nombre que le había puesto yo. Hizo una gran convocación, y en esa tarde acordada de diciembre, todos comenzaron a llegar, llenando los espacios y templos habilitados. Cientos y cientos de hermanos respondieron a aquella convocación. Escasos diez minutos antes de comenzar, el cielo se cerró; nubes gruesas y grises eclipsaron la escasa luz del atardecer. La más fuerte lluvia, inesperadamente, comenzó. Espantosos rayos del cielo, ininterrumpidos, sembraron de terror las calles y edificios; la empresa eléctrica retiró el servicio, la gente corrió a buscar refugio. Todo se inundó…

La actividad se canceló. Nunca se pudo hacer. Dios terminó aquella fiesta.

Aquel líder fue destituido pocos años después en total demencia. Murió en la más lamentable condición, de regreso a casa, mientras corría por las carreteras cercanas, discutiendo con personas que había muerto ya. ...A quien se haya dado mucho, mucho se le demandará (Lc. 12: 48).

El evangelio no es “taco” y “tortilla”. Los asuntos del Reino son delicados en extremo. Tenga cuidado con su percepción de las fiestas. Algunas las detiene Dios.




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