Civilizaciones enteras creyeron ver sus destinos en las estrellas. Estas eran a la vista de los hombres, en cielo despejado, tres mil puntos de luz, organizados en curiosos diseños. Desde temprano llamaron la atención de la humanidad, que les consultó para decidir cosas tan dispares como el amor y la guerra.
Mundos enteros pasados ya, creyeron oír una voz lejana desde aquellos distantes reductos titilantes. Muchos llegaron al extremo ilusorio de ver, en aquellos fulgores que tachonaban el cielo de la noche, señales que hacían seres queridos que les precedieron en el inexorable andar hacia la eternidad.
Quizá por esa inveterada costumbre que tenemos los humanos de sobredimensionar las cosas lejanas, todos le imprimieron un sello de eternidad. Allá en Alejandría, Hiparco de Nicea nos despertó la tarde en que dijo que las estrellas nacían, brillaban y morían. ¿Quién hablaría en aquel sabio, el astrónomo o el poeta?
El hombre fue el punto más alto de la creación. Todo lo que le precedió de la mano de Dios, en la construcción del universo, estaba en función de hacer perfecta su vida en la tierra: “E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas. Y las puso Dios en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra” (Gn. 1: 16, 17). Entonces vino a la vida el ser humano, a imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:27), como corona de la creación y tutor de la naturaleza.
Desde la cima de la creación el hombre es mucho más que todo lo que de él pueda decir el mundo estelar. No creo en horóscopos, porque las estrellas fueron hechas por causa del hombre, y no el hombre por causa de las estrellas. Nada de ellas nos dirige, todo lo contrario: tal vez en algunas se clonen los misterios más profundos del corazón humano.
Te invito a comprobarlo: recibe a Cristo como salvador personal; escapa de la ira venidera, y un astro fulgente rutilará con el más inusitado brillo del cielo. En él estará escrito tu nombre.
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