Nadie puede ver a Dios y vivir. El resplandor de Su gloria consume la perecedera vida de los hombres. Experiencias fugaces estuvieron a punto de acabar con la vida de personas que tenían inmensa valía. Así lo describió Isaías:
En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo (…). Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado (Is. 6: 1, 5-7).
Traspuesto al cielo, Juan vio a Jesús en gloria. Así contó la experiencia: “Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último” (Ap. 1:17). A orillas del gran río Hidekel el profeta Daniel tuvo la visión de un mensajero celestial:
Y alcé mis ojos y miré, y he aquí un varón vestido de lino, y ceñidos sus lomos de oro de Ufaz. Su cuerpo era como de berilo, y su rostro parecía un relámpago, y sus ojos como antorchas de fuego, y sus brazos y sus pies como de color de bronce bruñido, y el sonido de sus palabras como el estruendo de una multitud. Y sólo yo, Daniel, vi aquella visión, y no la vieron los hombres que estaban conmigo, sino que se apoderó de ellos un gran temor, y huyeron y se escondieron. Quedé, pues, yo solo, y vi esta gran visión, y no quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno (Dn. 10:5-8).
¿De qué gloria hablamos? ¿Qué es gloria? Lo más cercano a una imagen de gloria que los humanos podamos tener en esta vida es la del Sol. No es posible mirar en la dirección de esa antorcha gigante que arde entre explosiones nucleares a seis mil grados centígrados en un derroche de brillo enceguecedor. Calienta la tierra y la hace viable. Su salida al alba es un espectáculo inusitado que despierta con belleza a la creación y viste de colores al mundo. Sí que es grande la gloria del Sol. Lo triste es pensar que, como toda estrella, un día se apagará, porque su gloria es perecedera. Otoño sombrío aquel en que Hiparco de Nicea nos enseñó que las estrellas nacen, brillan y mueren. Con ellas todas las glorias de este mundo se apagarán en el inexorable camino hacia el fin. Es triste pensarlo. Lo hermoso es saber que Uno mayor que el Sol alumbrará la ciudad eterna con gloria imperecedera. El apóstol Juan ya lo vio: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Ap. 21:23).
La gloria de Dios no es una simple exaltación verbal de Su grandeza, o una acción de gracias a Su obra. Esa gloria inmarcesible sostiene la creación. Por ella pervive todo ser con hálito. El poder que emana de sí mantiene unidos los átomos con poderes que asustan. Cada día a esa gloria responde el trinar del canario en la mañana, cuando celebra el salto del manantial cantarino. Esa gloria pone coto al mar y humilla el orgullo de sus olas. Desde la hormiga industriosa que trabaja perenne hasta el formidable león que, al rugir, define el trono de la selva, el mundo está lleno de Su gloria.
Por ella fue creado todo. “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1: 16, 17).
Abraza la cruz y vive en la gloria de Dios eternamente. Para andar en ella naciste.
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