«Despiértate, salterio y arpa; despertaré al alba» (Sal. 108: 2).
Vimos el sol salir tantas veces... La sorpresiva y tenue claridad entraba por la ventana y nos tocaba los ojos, mientras estábamos inclinados a la cabecera de una cama, auscultando a un paciente grave. Aletargado por el largo insomnio me preguntaba de dónde vendría aquel claro halo que daba color magenta al cristal. Descubría, para entonces, que ya amanecía. Anticipado al alba, una vez más...
Con los años cambiaría la perspectiva; nos llegaría el incomparable espectáculo del amanecer no desde las ventanas del hospital, sino por los cristales del auto, cruzando con mi esposa las inacabables carreteras interestatales de Texas, Oklahoma, Arkansas, Missouri, California, Arizona y Nuevo México. Siempre, en aquel minuto, cuando el primer rayo de luz hacía la solemne advertencia de un nuevo día, me venía, al encuentro del sol, aquel lejano pensamiento: «Una vez más...».
Ya casi no los vemos. Ya no solemos anticiparnos al alba. Ahora, en la mesa de trabajo, nos sorprenden los crepúsculos, premonitorios del fin, del encuentro eterno con Aquel que nos dio el alba, y con él, la vida de cada día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su comentario a este artículo se recibe con respeto y gratitud.