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miércoles, 17 de marzo de 2021

No es que tenga un mal corazón, es que no tiene corazón

No era su nombre, pero le llamaré Tomás. Era el negro más malo del barrio. Tenía un mal corazón. Mataba a los gatos, robaba ropas de las tendederas mientras se secaban, usaba armas, traficaba drogas… Era terrible aquel negro. La policía ‘vivía’ detrás de él. En mis más remotos recuerdos están las escenas de verle corriendo, desde el balcón de mi casa, huyendo de un policía que le perseguía y ordenaba a gritos detenerse, mientras hacía disparos al aire con un inmenso revólver. Tomás entraba a una ciudadela cercana, que ya no existe, una inmensa urbe delincuencial que estaba situada justamente en la encrucijada de las calles Amistad y Concordia, donde vivían, si se le puede llamar vivir a aquello, cerca de doscientas personas, iguales o peores que él. El policía lo perseguía hasta la entrada de aquel peligroso “edificio”, y terminaba de disparar las últimas balas en la acera, pero ¡no se atrevía a entrar!

Esa escena se repetía a cada rato, y me llevó a preguntarme si habría alguien que tuviera un corazón más malo que el de Tomás.

Un día murió la viejita Caridad. Se trataba de una ancianita muy decente, y nosotros la conocíamos, así es que acompañé a mi madre a la funeraria. Como no entendía muy bien aquello, porque tenía para entonces unos siete años, me dediqué a mirar a la gente hablar; estos y aquellos entraban y salían. Así me sentía, a gusto y distraído, cuando de pronto, allí, en la puerta, de pie, muy serio, limpio, vestido con toda pulcritud, ¡estaba Tomás! Me quedé paralizado, pensando: “¡¿Qué hace ese negro aquí?!”. El ambiente era de respeto y decencia, cordialidad, solidaridad, amistad… “Esto sí se ha puesto interesante”, pensé. “Con tal de que no llegue el policía con el revólver y tengamos que salir todos por la ventana! ...”.

Con la imprudencia propia de un niño me le quedé mirando. Él, desde luego, no me prestó ninguna atención, y se fue, muy tranquilo y serio, hasta donde estaban los familiares de la ancianita que murió, y les dijo algo que no entendí, pero que transparentaba respeto, porque ellos se pusieron de pie y con cordialidad le estrecharon la mano. Tomás se retiró entonces con no poca discreción hasta una esquina, y se sentó allí, un poco a la derecha, casi frente a nosotros, con un aire de prudencia que se esperaría de la persona más decente del mundo. Yo estaba estupefacto. Permanecí largo rato asombrado, y en voz muy baja, le dije a mi madre: “¿Viste?, vino Tomás” …

Tales cosas llevan a recordar al rey Salomón diciendo en la oración de dedicación del Templo en Jerusalén: “…Porque sólo tú conoces el corazón de todos los hijos de los hombres…” (I Re. 8: 39f).

Pasaron muchos años. No hubiera querido, pero me tocó la triste suerte de ver morir a una joven. Si la muerte es una experiencia triste cuando se trata de un anciano, no hay palabras para describir lo que se experimenta cuando la persona que muere es joven… No sabe, entonces, cuánto me asombró ver a Evaristo, así le llamaré, una persona cercana y comprometida socialmente con ella, mofarse en aquel largo día de agonía, mientras se apagaba la última luz en aquella vida. Mi esposa y yo no éramos cercanos, pero estábamos estrujados de dolor. Por un momento llegué a pensar que no tenía los espejuelos puestos, al ver nublada la pantalla de mi laptop. Al tocarme el rostro vi que no se trataba de los lentes: las lágrimas me habían alterado la refracción…

Aquel degenerado ser, tan cercano a ella, como si fuera un día de fiesta nacional, se burlaba de todo, pública e irresponsablemente, mientras los afectados le veían. Alguien me dijo al teléfono: “¡Qué corazón tan malo tiene este señor que presume tanto de ser un ‘dechado inmaculado de virtud’!”. Mientras le escuchaba y reflexionaba en la inverosímil escena que protagonizara uno con las apariencias de la más prístina decencia, a quien nunca persiguió un policía con el arma desenfundada, no lo pude evitar: me vino al recuerdo Tomás… Era el negro más temible del barrio, y aquella noche él me enseñó que, por malo que fuera su corazón, era justo eso, un corazón. Le vi en mis recuerdos de niño, en aquella funeraria, tranquilo, sentado con aquella familia dolida. Él bandolero más grande del barrio… En aquel oscuro ser, había un corazón.

Contesté entonces a mi interlocutor: “No creo que esa persona tenga un mal corazón; creo que no tiene corazón. Son dos cosas distintas” …

No tuve tiempo para explicarle que eso lo aprendí hace medio siglo, en aquella luctuosa noche. Lo aprendí viendo a Tomás.



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