Vengo de un país en que los líderes sociales presumen acerca de no necesitar a Dios. Desde luego, sus prácticas no verifican en absoluto tan pretendida suficiencia; pero, pese a los continuos fracasos que sufren, la mayoría de ellos no se convierte a la predicación del Evangelio. Vulgarmente desoyen todos los llamados que se les hacen a la fe, y se enteran de que Dios es real cuando mueren y se ven del otro lado de la vida, en el infierno. Para entonces, ya es tarde.
¿Para qué predicar a gente así? Parece un esfuerzo inútil y a veces supone un riesgo grande. Por otro lado, parece estéril tal trabajo. Tuve una miembro en la Iglesia de Santa Amalia, La Habana, muy amargada, por cierto, que trató más de una vez, de descorazonar a las parejas de damas que salían por las casas a predicar el evangelio, en aquellas barriadas tan necesitadas; alegaba: «¿Saben lo que esos vecinos dicen cuando ustedes se van: “¡como pierden el tiempo!”; eso dicen. No vale la pena». Duras pruebas familiares le esperaban...
¿Para qué predicar al terco, al burlador, al irresuelto impío? Dios dijo a Isaías: «... Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad» (Is. 6: 9, 10). Isaías sabía anticipadamente que, a su voz, nadie respondería, pero no detuvo la predicación. Tenía indicación de Dios.
Los móviles para predicar pueden no estar claros, pero el deber de llevar la Palabra de Dios hasta el último y más malo de los hombres, sí lo está. Quizá el motor que mueve este accionar está sincronizado con el amor de Dios; con aquel «Porque no quiero la muerte del que muere» (Ez. 18: 32); con aquel: «¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!» (Lc. 13: 34b).
La predicación al que desoirá la Voz de Dios no es solo «justificación para juicio»; es, más que todo, la expresión del incontenible amor de Dios. También por ellos murió Jesús.
«La fuerza incontenible de Su amor». Quizá ahí esté la razón final.
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