Es una enfermedad que, muchas veces, se cura con el tiempo; es la presunción de conocimiento. Es creer saber lo suficiente y estar en condiciones de ocupar cualquier posición.
Un artista de cine o televisión, un chofer de bus, usando los resquicios populistas atrae la atención de la gente, se postula y es electo para presidente de toda una nación. No es economista, ni abogado; nunca pasó los largos años que requieren las universidades, que hacen competente al hombre en el manejo de las relaciones internacionales; nunca leyó siquiera el Quijote, y llega como canciller a España, donde comenta públicamente, para vergüenza de las nación que representa: «Como dijo Serrat: “Caminante no hay camino”». Ningunea a Antonio Machado, y no lo hacen por desprecio al poeta, sino por ignorancia crasa de su obra.
La presunción de conocimiento coloca estorbos en los estrados, en las cátedras universitarias, al frente de las instituciones y, finalmente, a la cabeza de los países.
«Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura...» (Ro. 12: 3).
Si las personas tuvieran una percepción humilde y sobria de sí, no estuviera tantos incompetentes disputando cargos y el mundo sería un lugar mejor.
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