Algunos capítulos de la Biblia parecen ser netamente informativos. Muchos podrían interpretarlos como archivos judíos de geografía o historia. Se puede decir con total sinceridad que el cristiano promedio los lee por respeto, sin encontrar en ellos elementos devocionales reveladores. Puede suceder esto con las genealogías y los sacrificios del tabernáculo. Hoy leía, sin embargo, Josué 19; un capítulo sugerente con relación a esta idea, porque tiene que ver con la repartición de la tierra a las tribus de Israel, pero lejos de encontrar en la descripción la narración tranquila de nombres de pueblos y ciudades que, muchas veces, no puedo identificar, sentí algo más; tiene que ver con el cuidadoso conocimiento que tenían los israelitas de la «Tierra prometida», un lugar donde nunca habían estado. Algunos de los límites están trazados con total precisión cartográfica. Por ejemplo: la entrega de la tierra a la tribu de Aser:
La quinta suerte correspondió a la tribu de los hijos de Aser conforme a sus familias. Y su territorio abarcó Helcat, Halí, Betén, Acsaf, Alamelec, Amad y Miseal; y llega hasta Carmelo al occidente, y a Sihorlibnat. Después da vuelta hacia el oriente a Bet-dagón y llega a Zabulón, al valle de Jefte-el al norte, a Bet-emec y a Neiel, y sale a Cabul al norte. Y abarca a Hebrón, Rehob, Hamón y Caná, hasta la gran Sidón. De allí este límite tuerce hacia Ramá, y hasta la ciudad fortificada de Tiro, y gira hacia Hosa, y sale al mar desde el territorio de Aczib. Abarca también Uma, Afec y Rehob; veintidós ciudades con sus aldeas. Esta es la heredad de la tribu de los hijos de Aser conforme a sus familias; estas ciudades con sus aldeas (Jos. 19: 24-31).
¡Cuánto detalle acerca de nombres, rumbos y direcciones! Ellos eran los «hijos del desierto»; nunca habían estado allí, sin embargo, conocían minuciosamente la tierra que entrarían a poseer.
Mucho deberíamos de aprender de un algo así. Tenemos una tierra por delante, una ciudad celestial, promesas grandes de un milenio y un cielo eterno, y el promedio de los cristianos no es capaz de describir ordenadamente, del modo más general, cómo será la secuencia de los hechos escatológicos.
No haber estado allí no es una excusa. Los israelitas eran habitantes de la soledad lejana en los valles inhóspitos de la península de Sinaí. No tenían mapas trazados como los que aparecen en los libros modernos, donde se nos da hasta la altitud de las regiones. No disponían de orientaciones satelitales. Dependían de un esfuerzo grande que hacían para compilar información a través de espías, informes de vecinos, revelación celestial…
Detrás de la cartografía de la «Tierra prometida» hay un mensaje; nos lleva a pensar en el esfuerzo a hacer a fin de conocer el lugar a donde nos llevan las «preciosas y grandísimas promesas» (II Pe. 1: 4).
Nosotros tenemos el impresionante libro de Daniel, el grandioso Apocalipsis de Juan, la Segunda de Tesalonicenses paulina, el Mateo 24 del Señor Jesús… Nos hablan con voz alta y clara de «la esperanza que os está guardada en los cielos» (Col. 1: 5). Tenemos, además, en nuestro favor, una buena parte de la historia develada. No, no tenemos excusa. La «Tierra prometida» está por delante. Tenemos el deber de luchar para saber todo lo más que podamos acerca de ella, como un día, en el desierto, lo hizo Israel.