El encuentro de Jehová Dios en el Sinaí con el pueblo de Israel es sobrecogedor: “Todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía en gran manera” (Ex. 19: 18). El bendito pueblo de Dios se había “acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más, porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo; y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando (He. 12: 18-20). En el corazón de todos estuvo como nunca el temor de Dios, y los hijos de Israel dijeron a Moisés: “Acércate tú, y oye todas las cosas que dijere Jehová nuestro Dios; y tú nos dirás todo lo que Jehová nuestro Dios te dijere, y nosotros oiremos y haremos” (Dt. 5: 27).
En Deuteronomio es recordada la escena y Dios se lamenta, cuando dice: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” (Dt. 5: 29).
En lo postrero de los tiempos, en esta generación, cuando se discuten los valores morales elementales y la mujer pugna por abortar el fruto de sus entrañas, y el respeto a Dios se vuelve una reminiscencia bíblica, cuántas veces habrá vuelto a brotar aquel lejano lamento en el sentido corazón del Rey del cielo, de Padre de toda misericordia. Quien diera que hoy temiésemos a Dios como Israel le temió aquel día, para que nos fuese bien a nosotros y a nuestros hijos para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su comentario a este artículo se recibe con respeto y gratitud.