Meditaba ayer en el nivel de aborrecimiento tan grande bajo el que he estado siempre. Aborrecimiento, esa la palabra. Puedo recordar aquella lejana década de 1980, en que dije públicamente que Jesús era mi Salvador personal, y tantos compañeros de curso se alejaron de mí, para no hablarme nunca más. No tendría de ellos en lo adelante ni siquiera un seco «buenos días». Al tiempo que llegaban a la mesa en que yo estaba, se hacía el más hermético silencio. Zoraida Suárez Castellanos afirmó que yo «no tenía dos dedos de frente». Alfredo Lau me preguntó «si estaba loco». Eduardo González, actualmente radicado en Miami, me dijo que «aquello era profundamente reprochable e inaceptable». Sergio Rabell Piera, futuro Director de Medicina Legal, me gritó: «¡Traidor!». Bárbara Salazar Lavin, líder inveterada del Partido Comunista, sugirió, cargada de ira, que debía de ser golpeado «con palos» a la usanza de la década del 60. Profesores como el Dr. Lastre o Hernán Pérez Oramas no disimulaban para nada la mueca de asco que les inspiraba. Para todos devine en un perfecto emético. La expulsión de la Universidad que, como medida, no surtió efecto, fue propuesta al más alto nivel. No se trataba de antipatías. Era aborrecimiento.
Dos días después, me entregaron una planilla. Estaba llena de vituperios, y en un cuadro, al final de la página, se leía: «Opinión del analizado». Se suponía que debía firmarla. Estuve un par de minutos mirando el cuadro; finalmente escribí en él: «Jesucristo es el Hijo de Dios». Triunfales, me la retiraron y llevaron aquel trofeo para análisis. Era la confesión pública de un ser que había degenerado en una escala de valores que medía la diferencia entre un humano en la modalidad «hombre nuevo» y un anencéfalo.
Mi familia cercana me dio la espalda. El vecindario me inscribió en sus listas de vigilancia, como a un «animal en cuarentena». Tuve que dejar de abrir la puerta, porque las visitas de hostigamiento se hicieron diarias. Yo no tenía tiempo para oír tantas expresiones de desprecio, y ellos tenían mucho tiempo, todo el tiempo de esta vida para aborrecerme.
Es el Evangelio.
Sentado en el Templo, a horas de Su Muerte, Jesús hizo una promesa a sus discípulos: «Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre» (Lc. 21: 17). Ese es el precio del discipulado, el que desconocen, en su más mínima expresión, la caterva de seres que dentro y fuera de Cuba recaban aplausos desde el estrado de la fe, y al recibirlos no se preocupan y los disfrutan. Le sucedió a John Wesley un día; lo aplaudieron, y mientras los demás esperaban ver su respuesta de alegría, él preguntó, lacónico: «¿¡Qué hice mal!?». Aquel heraldo de los movimientos de santidad en el siglo XVIII sabía que el destino del discípulo no está en edulcorados elogios, sino en el más acre aborrecimiento. Los aplausos al siervo son una devaluación de su trabajo.
Es Viernes Santo. Es el día más triste y solemne de la historia. Aquella mañana la humanidad se elevó en el epítome del aborrecimiento a Jesús: a las 9:00 a. m. lo crucificaron. No pudieron siquiera darle una muerte rápida; lucharon para hacerle fenecer en los estertores del más cruento sufrimiento. Le aborrecieron.
Juan, el discípulo que estuvo al pie de la Cruz, recogió las palabras del Señor pronunciadas por Él a poco de salir del Aposento Alto. Eran una seria advertencia, y si usted es discípulo más vale que las atienda: «Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros» (Jn. 15: 18).
Veo, en mi país de origen, líderes eclesiásticos que ascienden como la espuma, y ocupan hoy cargos para los que no reúnen los más mínimos requisitos; traidores miserables que entregan a sus hermanos sin contrición de conciencia, y corren como mujeres prostituidas a contar a los enemigos de la fe, a los representantes de las tinieblas, lo que dijo este y aquel, a fin de hundirlos, desterrarlos o destruirlos; híbridos nauseabundos de hienas y asnos; «nubes empujadas por la tormenta; para los cuales la más densa oscuridad está reservada para siempre» (II Pe. 2: 17).
Es Viernes Santo, y muchos miembros de iglesias publican en sus redes el contenido de la comida que disfrutaron hoy. Otros se hacen imágenes en las playas, donde fueron a exhibir sus casi pornográficos trajes de baños. Hubo un tiempo en que me asombró. Ya nada me asombra; ayer oí en la CNÑ a Stormy Daniels decir que no tiene nada de qué avergonzarse...
«¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?» (He. 10: 29).
El aborrecimiento viene de afuera. El aborrecimiento viene de adentro. Siempre viene. Preocúpese si no hay cerca un energúmeno que lo aborrezca. Acá hay uno que dice siempre: «Octavio no es lo que ustedes creen». Lo sorprendí una noche, en adulterio con su sensual secretaria. Nunca más regresé a ese Templo. Desde entonces, usando su influencia, dice a todos: «Octavio no es lo que ustedes creen». No me importa si lo piensan. Jesús tampoco fue lo que los judíos creían:
Le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos.
Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.
Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido.
Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.
Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.
Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca (Is. 53: 2-7).
Es Viernes Santo y acumulo dos intentos de envenenamiento y dos ataques a mi auto, que están bajo investigación, porque no fueron accidentes, fueron ataques deliberados, y no es difícil tener una idea sobre quiénes organizan cosas así.
Es Viernes Santo y «¿Quién ha creído a nuestro anuncio?» (Is. 53: 1). Son palabras de Isaías, el profeta que fue aserrado por Manasés. Lo cortaron de abajo arriba en dos, como a un animal. Fue aborrecido como pocos. Era el profeta mesiánico y en él estuvo el punto más alto de la profecía del siglo VIII a. C.
«¿Quién ha creído a nuestro anuncio?». Mire al mundo, que aborrece a Cristo en nosotros, y oiga a los que estuvieron en sus más oscuros rincones. Mientras mi esposa pagaba la renta, me ensombrecieron hoy las palabras de Facundo Cabral. Esta fue su experiencia en Katmandú, capital de Nepal, enemiga del Evangelio:
Los sábados al mediodía se juntan las madres de los hijos recién nacidos, para darse valor, y los maridos alrededor hacen ruido para que no se escuche el grito de los niños, porque se juntan para romper sus piernas y sus brazos. Algunas madres calientan un alambre rojo para quemar los ojos de sus hijos para que queden ciegos; así pueden pedir limosna... (1)
Los que gustan definir en Norteamérica el «maltrato infantil» cuando un padre requiere con severidad por su bien a su hijo, tienen trabajo en Nepal. Vayan allá con su enfermiza sensiblería. Ese es el mundo que nos aborrece, mientras une fuerzas para decirnos: «¡Callen de una vez! ¡Nosotros vamos a hacer un mundo mejor! ¡Sígannos! ¡Un mundo mejor es posible!».
No, un mundo mejor no es posible, y Cristo es la única esperanza.
«Seréis aborrecidos...», y nadie quiere serlo. Tenemos sentimientos que se hieren, y un deseo natural y humano de ser reconocidos. ¡No queremos ser aborrecidos! ¡Queremos ser adulados y aplaudidos! Los vítores del mundo son nuestro sueño inconsciente y la más anhelada esperanza. También lo fueron de Pedro, aquel lejano pescador. El fuego de la persecución estaba contra él, y no quería morir. Abandonaba Roma, cuando en los caminos periféricos de sus campos desolados tuvo una visión: vio a Cristo que venía, y pasó a su lado sin mirarlo; asombrado le llamó y preguntó: «¡Señor!, ¿¡A dónde vas!?». Jesús le contestó: «Voy a Jerusalén para ser crucificado otra vez». Terminó la visión, y la vergüenza de Pedro fue grande. Regresó a Roma y allí, aborrecido, fue crucificado.
No quieres ser aborrecido. Yo tampoco. Pero es la condición del siervo; si en el «árbol verde» hicieron aquellas cosas, «¿en el seco, qué no se hará?» (Lc. 23: 31).
Hay promesas bíblicas a recordar. Muchas de ellas están cargadas de belleza:
«Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré» (Jn. 14: 14).
«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mt. 11: 28).
«Si puedes creer, al que cree todo le es posible» (Mr. 9: 23).
Es hermoso traer al corazón tales palabras, pero recuerda que el mismo que nos las dio, hizo a todo discípulo una promesa solemne: «seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre» (Lc. 21: 17).
Es Viernes Santo. El sol se eclipsó en aquel mediodía y la tierra se cargó de densas tinieblas. A las 3:0o p. m., en el momento más solemne de toda la historia, Cristo murió por ti. Su Sangre se derramó en Tierra Santa «para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn. 3: 16).
Esa es la verdad central del Evangelio. Él no murió para que fueras rico, famoso o próspero, porque los «aborrecidos» no lo somos. Cristo murió para salvarte.
Es Viernes Santo. Ven a Cristo y sé salvo, aunque te cueste, como a mí, ser aborrecido.
Es Viernes Santo. Ven. Aquel que fue aborrecido en la Cruz te llama.
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(1) Facundo Cabral. «Este audio cambiara tu vida. Facundo Cabral. Filosofo, escritor. Poeta». Canal de Don Viejón. https://youtu.be/zBuEv3D_QQE Publicado: 6 de febrero de 2023. Accedido: 7 de abril de 2023, 7: 31 p. m.
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