La lectura del Mein Campf (Mi lucha) de Adolfo Hitler deja al lector una sensación que recuerda a esas que quedan tras escuchar una conversación tabernaria. Como sabe, los borrachos se vuelven filosóficos y bajo sus endémicas cargas etílicas defienden las más disparatadas teorías donde se entremezclan verdades con mentiras y pensamientos de élite con asuntos rastreros. Es así como llegan a formidables conclusiones que resaltan sobre todo por lo poco prácticas que son. Ellos afirman, por ejemplo, y muy sentenciosamente, que «debe legalizarse de inmediato la droga y luego fusilar a todo el que haga algo incorrecto bajo sus efectos». O sea que, en nombre de la libertad que piden respetar, si no acaban con el mundo a través de los estupefacientes, lo harán por medio del patíbulo. No, no son prácticos, pero de eso trata la filosofía, de hacer volar la mente por los aires en una heterodoxia del pensamiento que, de no ser por lo trágica que resulta, a veces llegaría a ser graciosa.
Bueno…, si no supiera que el tal Adolfo estaba en prisión cuando escribió el libro me atrevería a afirmar que Mi lucha fue escrito por un borracho tras una tanda de mezclas en que no faltaron el vodka ruso y el ron cubano. Debió palidecer de envidia Scott Fitzgerald, contemporáneo de Hitler, célebre por escribir completamente ebrio. Pero no, Hitler estaba sobrio cuando redactó las notas biográficas, históricas, filosóficas y sociológicas que componen este libro. Su «Teoría del Estado» que podría hacer caer «patas arriba» al más flemático de los lectores, la escribió en un estado de total lucidez. Esto es asombroso. Hoy se sabe que no usó secretarios, como se pretendió siempre afirmar. Él escribió per se.
Se dispuso, para la lectura, de la edición digital, que circula profusamente en redes. La primera parte fue escrita en el presidio de Landsberg Am Lech, el 16 de octubre de 1924. La segunda, en 1926.
El lenguaje general del autor es preciso. Por momentos parece un material redactado por los recursos propios de la inteligencia artificial, que no estaba disponible en aquella época, seco en grado extremo.
En la Primera parte de este libro aparecen afirmaciones cargadas de una lógica muy persuasiva que llevan al lector como un niño tomado de la mano, desde la biología hasta la sociedad. En el capítulo décimo «Las causas del desastre», página 71 de la edición consultada, se lee:
No fue por casualidad por lo que el hombre dominó más fácilmente la peste que la tuberculosis. La una viene en olas violentas de muerte, arrasando la humanidad; la otra en cambio se desliza lentamente; una induce al terror, la otra a una creciente indiferencia. Consecuencia lógica fue que el hombre afronte la primera con todo el máximo de sus energías, en tanto que se empeña en combatir la tuberculosis valiéndose solamente de medios débiles. Así el hombre doblegó a la peste, mientras que la tuberculosis lo domina a él. El fenómeno es el mismo al tratarse de enfermedades que afectar al organismo de un pueblo.
Tres páginas después (74), llama «cháchara» a la libertad de prensa en clara evocación al dictador que llevaba dentro, ese que los demócratas alemanes ovacionarían en las calles de Berlín, el 30 de enero de 1933.
En ese mismo capítulo, en la página 78, aquel que ordenó el ahorcamiento del pastor y teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, se vuelve de pronto un «santo» interesado en la ortopraxia de las misiones nacionales cristianas. Quién no conozca el sistema de trabajo de la iglesia puede sentirse invitado a secundar la idea de acuerdo con el modo en que la presenta. Él afirma:
Mientras nuestras dos confesiones cristianas (la católica y la evangélica) mantienen misiones en Asia y África, con el objeto de ganar nuevos prosélitos, esto es, empeñados en una actividad de modestos resultados frente a los progresos que realiza allá el mahometismo, pierden en Europa mismo millones y millones de adeptos convencidos, los cuales se hacen en absoluto indiferentes a la vida religiosa, o van por su propio camino. Sobre todo desde el punto de vista moral, son muy poco favorables las consecuencias. (Sic.)
Nunca supo el Führer que las misiones cristianas son llamados del Señor, y no programas sociales preparados en una oficina climatizada. Siquiera imaginó lo que es un llamado, aquel que un día él, sacrílegamente, dijo tener.
Elevándose como los grandes interesados en la pureza en el gobierno, en la página 80 afirma:
…quién reflexione sobre las vidas inmoladas en vano y la suerte de los mutilados, así como también en la vergüenza única y la infinita miseria de que ahora somos víctimas; quién sepa, en fin, que todo eso vino sólo para abrir el camino hacia las carteras ministeriales a unos ambiciosos sin escrúpulos, cazadores de puestos públicos; quién recapacite sobre todo esto comprenderá que a tales seres humanos no se les puede dar ciertamente otro calificativo que el de canallas y criminales.
«Canallas» y «criminales», así les llamó. A qué potencia, exponencialmente hablando, se elevaría el futuro canciller de Alemania con relación a estos epítetos. Los muertos de Auschwitz-Birkenau y Treblinka claman todavía contra él desde la tierra. «Canalla» y «criminal» ...
Llama mucho la atención la Segunda parte de este libro, donde cambia súbitamente el estilo, como si un autor diferente hubiera tomado para sí la redacción del trabajo. Debe recordarse que el autor está escribiendo dos años después, en 1926.
Quizá lo más significativo de esta Segunda parte aparece en el capítulo segundo, «El Estado», donde la apología al estado racista llega a límites monstruosos. En la página 109, se lee: «El Estado racista debe partir del punto de vista de que un hombre, si bien de instrucción modesta, pero de cuerpo sano y de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un superintelectual enclenque». (Sic.) [En el estilo general del autor falta la coma que está normada antes del adversativo «pero» (ver pp. 78, 109)].
Es decir, que Mohamed Alí y Teófilo Stevenson, campeones mundiales, profesional el primero y amateur el segundo, tienen más valor que Stephen Hawking y Franklin Roosevelt. El primero estaba totalmente invalidado por la esclerosis lateral amiotrófica y cambió nuestra cosmovisión del universo. El segundo arrastraba en una silla de ruedas las consecuencias de una penosa poliomielitis y desde la Presidencia de los Estados Unidos dirigió a la nación más importante de la tierra en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y la Gran Depresión.
Por años las bibliotecas públicas de los Estados Unidos han tenido un protocolo de trabajo según el cual todo el que solicite en sus instalaciones un préstamo para la lectura de esta publicación es transferido a una lista del FBI. Debe, entonces, saber que este será un mal adicional a la lectura, pese al odio que sentimos por los totalitarismos los que, por razones profesionales, nos vemos en el penoso deber de hacer una lectura así.
No terminaremos de insistir en que la revisión de esta publicación, hecha entre los años 1925 y 1926, es riesgosa para el lector no entrenado porque el pensamiento está peligrosamente organizado y la redacción es casi perfecta; están satánicamente mezcladas verdades y mentiras; por momentos arde en amenazante pasión y la experiencia histórica demuestra que, más de uno, ya fue contagiado por el germen que salta de sus páginas. Es el riesgo de tratar con trabajos escritos por paranoicos; en ellos las ideas están muy sistematizadas y cuesta trabajo desmadejar el punto del pensamiento en que todo está quebrado para desde allí desenrollar el ovillo. Este se desdobla y muestra roto cada vez que Hitler considera a la raza hebrea como inferior. Aun abstrayéndonos de la condición de ministro evangélico y alejándonos de las promesas bíblicas de bendición hechas exclusivamente a la descendencia de Abraham, mirando solamente el comportamiento histórico y social judío, es innegable que este es un pueblo que ocupa un mínimo porcentual de gente en el mundo y que, pese a eso, recoge el mayor número de premios nobeles y de científicos exitosos per cápita del planeta. Israel floreció bajo la dirección judía. En 1948 era un desierto al sur y un pantano al norte, con un estrecho y nada caudaloso río que, parafraseando a Shimon Peres, tenía importancia histórica y no hidráulica. No puede llegarse a otra conclusión: los judíos y su extensión hebrea en el mundo son la vanguardia de la humanidad.
Por este camino de «razas superiores e inferiores» cabe preguntarse acerca de qué debe de haber pensado Hitler cuando vio a Jesse Owen (un negro norteamericano) entrar triunfal a la meta en la competencia de los cien metros planos en la Olimpiada de Múnich, en 1936, mientras dejaba detrás a los arios puros (...). Dicen los cronistas del evento que el Führer se negó a felicitar a aquel veloz representante de la raza inferior.
Conclusiones
Más allá de toda conclusión que se haga, un peligro debe advertirse en el Mein Campf y es el del exclusivismo ideológico que inspira su lectura. Todos los totalitarismos, sin excepción alguna, son extremadamente destructivos, aun el totalitarismo cristiano que forzó la iglesia católica en la Edad Media y que devino en la Santa Inquisición. El concentrar poder en un solo hombre es lo más desatinado que puede hacer un pueblo. Temprano lo advirtieron los padres fundadores de la gran nación americana, y su check balance (pesos y contrapesos) en la estructura del gobierno, esa separación de los poderes ejecutivos, parlamentarios y judiciales es, sin margen de dudas, el más grande ejercicio preventivo contra todos los despotismos. Ninguna persona debe de estar por encima de la ley. Un presidente puede ser llamado a rendir cuentas al Congreso de los Estados Unidos, y todos, con independencia de la cantidad de dinero de que dispongan o de la influencia social que tengan, tienen la vigilancia del sistema judicial con la gigantesca espada de la Corte Suprema. Ese es el camino por el que no hay golpes de estado en la historia de la gran patria de Lincoln.
Los totalitarismos son enfermedades sociales y estallan nacionalmente con ecos mundiales. El nazismo fue la más amarga lección que recibiera la humanidad en el siglo XX, y abocó a los humanistas en una fosa donde no encontraron otra cosa que la más acabada de las decepciones.
Si no está obligado académicamente a hacerlo, no lea este libro, y se sentirá mejor; tanto más si todavía no anduvo en la obras de Víctor Hugo o Dumas. Si no se movió en las páginas de El pequeño príncipe de Saint-Exupéry, no tiene nada que ir a buscar al Mein Campf de Hitler.
Un maestro bíblico y, con más razón, un profesor de teología en los niveles de facultades, institutos y universidades teológicas, debe leerlo. Es necesario para poder comprender los caminos por donde se movieron monstruos ideológicos como el antisemitismo, el racismo de estado y la eugenesia.
Finalmente, antes de leer, haga conmigo un tipo de oración que me enseñó a hacer mi caro amigo, pastor y mentor, Luis O. Guerra Gutiérrez, cuando nos tocaba compartir lecturas difíciles. Incluye las palabras bíblicas que recogen la grandiosa promesa del Señor Jesús hecha a los suyos: «…y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño» (Mr. 16: 18b). Así sea.
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