«Y entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas» (Mt. 21: 12).
Muchos solo ven ira en aquel Lunes Santo. ¿También le pasa a usted? Por favor, vuelva a leer; solo volcó mesas; es un apenas alzar la voz en Aquel que podía hacer descender fuego del cielo, y borrar para siempre la ciudad. Fue un tenue desorden creado por Alguien que podía trastornar los planetas, sacarlos de su órbita y apagar para siempre el brillo de la última estrella.
Nadie murió la mañana en que Aquel Santo Ser reclamó respeto a la casa de Su Padre. Hay algo más que ira. Mire bien: hay una inmensa misericordia.
En aquella memorable hora, «la misericordia y la verdad se encontraron» (Sal. 85: 10), porque doce legiones de ángeles aguardaban en silencio la posible llegada de la Voz de mando que haría en breve, de toda Jerusalén, un completo sepulcro, y aquella Voz nunca llegó.
Nadie murió.
“Y dejándolos, salió fuera de la ciudad a Betania” (Mt. 21: 17).
La verdad del Señor por ríspida que, a veces, le pueda parecer está abrazada inseparablemente a Su misericordia.
Ante tu peor prueba, viviendo la más sufrida tragedia, en la más álgida disciplina, oye la voz de Su misericordia. Está ahí, contigo, para siempre.
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